Una lágrima llorada
A primeros de enero coincidí en el ascensor de nuestra casa con una vecina, que subía con su tercera hija, Covadonga, una cría muy guapa de unos dos años. Le pregunté qué le habían traído los Reyes Magos y me contestó con una gran sonrisa: «una bañera». Cuando pronunciaba «ba-ñe-ra» se le encendían aún más la cara y los ojos. Su madre le recordaba que también le habían puesto una muñeca y otras cosas, pero ella insistía en la bañera, la bañera. Me pareció que la bañera era lo que le apasionaba de verdad.
En el trayecto, la niña se miraba en el espejo del ascensor y su madre le preguntó si se encontraba guapa, para luego dirigirse a mí y decirme que hacía unos días, también mirándose al espejo, su hija le había dicho, mientras se señalaba su propia mejilla: «Mira, una lágrima llorada». Esta frase a su madre le llamó la atención, al menos tanto como para recordarla y contarla a los demás, deduje. A mí, desde luego, me pareció un encanto: «una lagrima llorada». Sólo un buen poeta, o una niña de dos años, es capaz de decir cosas así. «Una lágrima llorada», nada menos.
Los niños son una maravilla, son la alegría, la vitalidad, la esperanza, la poesía. Son la cara buena de una moneda que tiene otra en la que no hay pocos dramas, suciedades y desaguisados de todo tipo. ¿Qué sería de nosotros, de nuestra sociedad, sin niños? y ¿cómo es que hay tantos abortos? Es más, ¿cómo es que hay tan siquiera un aborto?
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