El cristianismo y la edad de la penumbra
En el año 2001, un acontecimiento de barbarie histórica dejó estupefacto al mundo entero: la destrucción de los dos colosos de Buda en la provincia de Bamiyán (Afganistán) por la milicia ultraortodoxa islámica afgana. Los colosos permanecían ahí desde el siglo III (Patrimonio de la Humanidad por la Unesco).
La destrucción de monumentos y edificios de gran valor histórico y artístico ha sido y es una de las consecuencias inevitables (¿?) de las guerras, pero si el fundamentalismo religioso/ideológico está presente en las mismas, la barbarie adquiere otra dimensión, porque se trataría de borrar de la faz de la tierra la herencia cultural de los pueblos, bajo la premisa de acabar con la idolatría. Es lo que han hecho, a lo largo de la historia, las religiones monoteístas para imponer su ideología (lo llaman fe).
En los últimos años, Siria, Irak, Afganistán, Mali han sido las más perjudicadas por el terror yihadista, especialmente las ciudades históricas de Palmira y Hatra. La condena de Occidente y de la Comunidad Internacional siempre ha sido unánime. No obstante, la mayor destrucción cultural, científica y artística sufrida por el hombre no se ha producido en los últimos tiempos por parte del terror yihadista. Hay que remontarse a los orígenes del cristianismo y, en especial a los siglos III, IV y V d. C. para conocer la magnitud histórica de la destrucción ejercida por unos fanáticos contra la cultura, la ciencia y el arte griego y romano.
La escritora e historiadora británica Catherine Nixey nos presenta en su libro “La Edad de la Penumbra” un relato demoledor de todo lo que perdimos con la destrucción del mundo clásico por parte del fanatismo cristiano. Con una narrativa mordaz, pero impresionantemente documentada, nos introduce en una parte de la Historia, desconocida y/o ocultada por la narrativa oficial del cristianismo. Es el relato de cómo una religión militante sometió y destruyó las enseñanzas, cultura y arte del mundo griego, dando paso a “siglos de adhesión incondicional a una sola fe” y que para sus defensores era la “verdadera”.
El Imperio romano había practicado la generosidad, acogiendo diversas creencias, pero la llegada del cristianismo lo cambió todo. Pese a predicar la paz, la violencia despiadada y la intolerancia fueron sus señas de identidad. Derribaron sus altares, templos, estatuas, quemaron sus libros de filosofía y ciencia, asesinaron a sus sacerdotes, con especial ensañamiento y jolgorio cada vez que destrozaban una escultura, un libro de ciencia o filosofía.
El libro de Nixey lamenta sin complejos la mayor destrucción de arte que ha conocida la humanidad por parte de un ejército invisible, “He aquí os doy potestad de hollar las serpientes y sobre los escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo” (Lucas,10:19). Destruir o reprimir la religión de otros no era, según los clérigos cristianos, un acto de maldad sino acciones virtuosas que los hombres podían hacer. La Biblia misma lo exigía: “Y derribaréis sus altares, y quebraréis sus imágenes, y sus bosques consumiréis con fuego; y destruiréis las esculturas de sus dioses, y extirparéis el nombre de ellas de aquel lugar” (Deuteronomio). “El que ofrezca sacrificio a otros dioses, en vez de ofrecérselo a Jeohvá, será muerto” (Éxodo, 22:20) Dicho y hecho. Hordas de vándalos fanatizados se lanzaron a ello, aupados por Pablo, Agustín, Tomás, Benedicto, Marín, Juan Crisóstomo... y cuyos principales demonios eran Galeno, Celso, Plutarco, Demócrito, Aristóteles, Epicuro, Esquilo, Sófocles... “La pérdida de la totalidad de obras de Demócrito es la mayor tragedia intelectual resultante del colapso de la vieja civilización clásica” (Rovelli, C., pág., 19). Celso, quien influyera siglos más tarde, en Newton, Galileo o Einstein, señalaba con gran pesar que no solo le irritaba que los cristianos fueran unos ignorantes en materia filosófica, sino que “además disfrutaban de su ignorancia”.
Uno de los pivotes del armazón ideológico del cristianismo fue el martirio. Sus mayores héroes no eran aquellos que habían llevado a cabo buenas acciones, sino quienes habían muerto de manera más dolorosa. El martirio limpiaba todos tus pecados y al llegar al cielo más rápido, los mártires disponían de “condiciones preferentes en el paraíso” ya que las Escrituras ofrecían “una multiplicación de hermanos, hijos, padres, tierras y casas”. No ofrecían vírgenes como los yihadistas, pero es en lo único que se diferenciaban ya que la represión del sexo fue otro de los pilares de la nueva religión: “El sexo es permisible si de la unión nacían niños, pero incluso en ese caso, el acto en sí es lujurioso, malvado y animal” (Agustín).
“Porque la sabiduría de este mundo es necedad para con Dios” (Corintios I, 3:19), los “parabalanos” (los temerarios) lo tomaron al pie de la letra y un día de primavera del 415 d. C. cometieron uno de los asesinatos más infames de la temprana cristiandad, con el descuartizamiento de Hipatia de Alejandría. Después de arrastrarla por las calles de Alejandría, a la más importante matemática de la época, utilizando como cuchillas pedazos rotos de cerámica, le arrancaron la piel y los ojos y, una vez muerta, despedazaron su cuerpo y lo quemaron en una pira. La Biblioteca de Alejandría, custodiada por Hipatia, fue con mucho la mayor biblioteca que el mundo había visto jamás en siglos (700.000 volúmenes y 500.000 pergaminos) donde acudían intelectuales, filósofos y científicos, fue arrasada por los parabalanos, azuzados por la “religión de la paz”, quienes veían al demonio en todo lo que fuera contrario a sus enseñanzas.
Dieciséis siglos después, en España, este personaje de la cristiandad (el demonio) vuelve a estar muy ocupado. Diríase que haciendo horas extras. No recuerdo en los últimos 40 años de democracia una presencia tan significativa del maligno en la vida de tanto pecador irredento. Este se ha corporizado en todas las acciones del mephistélico gobierno de coalición de izquierdas, hasta traernos el covid-19. Así lo revelan algunos príncipes de la Iglesia católica (cardenales y obispos: Cañizares, Omella, Blázquez...), exministros del PP, como Fernández Díaz (con hilo directo con Dios) o el rector de la Universidad de Murcia, J. L. Mendoza. Para todos ellos, el covid-19 es el resultado de las “fuerzas oscuras del Mal, del Anticristo y quienes le sirven, sus esclavos y lacayos” (el gobierno de coalición). Mientras tanto, otro virus de la intolerancia (Vox) azuza en el Parlamento español a la espera de que los nuevos “parabalanos” hagan acto de presencia en las calles.
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