EL 47
En diciembre de 1978 se aprobó la Constitución española, en una España en ebullición, entre las acciones criminales de ETA y el ruido de sables golpistas que amenazaban a la naciente democracia española. Es el trazo gordo de la España de aquellos años, pero por debajo había otro. El de la España que sobrevivía como podía, el de la España que emigraba de las zonas más empobrecidas (Extremadura, Andalucía, Castilla...) hacía Catalunya y Euskadi. Estos inmigrantes salían de sus pueblos con una mano delante y otra detrás y con mucha hambre y miedo.
Mucho de esto es lo que vemos en la imprescindible película que Marcel Barrena ha realizado, “El 47”. Basada en hechos reales, ocurridos en uno de los suburbios de Barcelona (Torre Baró), con un protagonista imprescindible: el movimiento vecinal que surge en el pueblo, cuyas “casas” (al principio más bien chabolas) son construidas por los propios vecinos y que años más tarde se convierten en un suburbio más por la presión de la inmigración. El personaje principal es Manuel Vita (interpretado magistralmente por Eduard Fernández), conductor de autobuses de Barcelona y recordado como un héroe en la memoria de sus vecinos. ¿Su obsesión? Conseguir la llegada del autobús a Torre Baró. El periplo de Manuel Vita, por las instituciones locales que mantenían los comportamientos, actitudes y procedimientos franquistas que mantenían en la “resolución” de estos problemas, nos lleva a recordar la oportunidad perdida que tuvimos con la serie “Cuéntame” (creo que solo pude ver los tres primeros capítulos y la abandoné porque esa no era la España que muchos recordábamos).
La historia arranca en 1958, en plena dictadura franquista y abarca 20 años, hasta la promulgación de la Constitución. Es un periodo en el que muchos, muchísimos suburbios se asentaron alrededor de Barcelona, Bilbao, Madrid, Valencia... de mano de obra hambrienta y desesperada.
Se echa en falta en la película una mayor presencia y activismo del movimiento juvenil y sindical. La figura de la hija de Manuel Vita podía haber sido el hilo conductor, pero queda relegada a un plano simbólico y cuya escena donde ella interpreta la canción de Sánchez Ferlosio “Gallo rojo, gallo negro” (un nudo en la garganta se apodera de todos en la sala de cine). Es una de las secuencias más emotivas de la película, pero en mi modesta opinión anula el protagonismo que la juventud mantenía en aquellos años.
Hay varias secuencias que hacen que la película merezca ser vista. La primera (1958), en la que los inmigrantes consiguen burlar a la Guardia Civil para construir su primera chabola y 20 años más tarde (1978) el autobús 47, de color rojo, subiendo por las empinadas cuestas del suburbio... Y, por supuesto, la vergüenza que nos debe embargar a todos ante la actitud pasiva que los nietos de los inmigrantes de aquellos tiempos tienen con la inmigración exterior, cuando no el rechazo de aquellos que sufren al igual que sufrieron sus abuelos.
El día que fui a ver la película la proyectaban en una de las salas de los cines Yelmo de Gijón (creo que son catorce las salas), y solo a una hora (las 19.15h) estábamos unas veinte personas. La peli sobrevivió en cartelera una semana. “Competía”, entre otras, con “Bitelchús Bitel chus” (vi el tráiler y... ¡qué espanto!), película que la ofrecían en doce sesiones (¡!), con cuatro salas habilitadas, y con largas colas de acceso, al igual que otro espanto (este nacional), “Padre no hay más que uno”, que lleva en los cines todo el verano, batiendo todos los récords.
Marcelo Noboa Fiallo
Gijón
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