La puerta que se comía a los niños
He pasado unos días en el norte de Portugal, moviéndome por la región miñota entre Caminha y Ponte de Lima. Como en otras ocasiones, he pernoctado en el Hotel Porta do Sol, que tiene buena relación calidad-precio, asomado al estuario del río Miño y vigilado desde el otro lado por el Monte de Santa Tecla y la ciudad de A Guarda, que por la noche tal parece un campamento de estrellas haciendo guardia sobre la ribera.
La entrada al hotel está franqueada por una gran puerta giratoria, de cristal transparente. Como ya no abundan este tipo de puertas (salvo en la política, al parecer), casi se me había olvidado la aprensión que me produce introducirme en estas malditas fauces, que tienen no sé qué de noria mandona empeñada en marcarte el paso, dejándote claro que quien camina es ella y que tú simplemente la sigues al trote como perrillo faldero.
Una vez más volvió a mosquearme la torpeza y el malestar que siento ante las puertas giratorias. La última noche, antes de dormirme, pensé que tal vez había algo freudiano en el desvalimiento e incluso temor que experimento ante ellas. Y como para ese tipo de introspecciones el mejor estado es la duermevela, de repente me vi de la mano de mi madre en Gijón, bajando la Cuesta de Begoña en dirección a la Oficina de Correos. Y ante mí apareció el gran monstruo: un artilugio inmenso de madera y bruñido metal que giraba, temible y majestuoso, engullendo y vomitando gente como si tal cosa. Y hacia él se dirigió mi madre, conmigo de una mano y en la otra, seguramente, las cartas para sus hermanos emigrados a América. No sé si fue el vago conocimiento de que allí dentro se depositaban cosas para ser transportadas muy lejos y el temor a que a mí me ocurriera lo mismo, o la certeza de que a los sitios normales se entraba por puertas normales, incluso a la iglesia, y que aquel no podía ser un sitio normal, por motivos obvios.
Creo que ahí puede estar el origen de mis ridículos padecimientos, incluso cuando me propongo pasar unos felices días en Portugal, aunque nunca puede estar uno seguro de nada.
Y me dormí ideando el argumento de un cuento que nunca voy a escribir, pero que dejo a vuestra imaginación. Su título ya lo puse al principio.
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