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El gran problema actual para incentivar el consumo

22 de Febrero del 2009 - Luis Aurelio González Prieto

Últimamente no dejamos de oír las voces de destacados políticos o economistas haciéndonos ver la necesidad esencial de seguir consumiendo, para así conseguir que las empresas puedan mantener sus producciones y no tengan que mandar más gente al paro, lo que a su vez desencadenaría más descensos del consumo y entraríamos de lleno en la espiral de la depresión.

Las autoridades monetarias internacionales, siguiendo fielmente las teorías expuestas por los monetaristas Milton Friedman y Anna J. Schwartz, de la escuela de Chicago, en su ya clásica obra «La historia monetaria de Estados Unidos, 1867 - 1960», donde decían que la causa que había provocado la Gran Depresión de los años treinta había sido la contracción de la oferta monetaria, han emprendido todo tipo de actuaciones para aumentar la oferta monetaria y, así, evitar la temida depresión: descendiendo estrepitosamente los tipos de interés, han inyectado la liquidez necesaria a los bancos para que sigan cumpliendo con la necesidad de otorgar los necesarios créditos para reactivar el consumo.

Lo que sorprende a las autoridades monetarias, gurús económicos y políticos es que, aun aplicando las recetas monetaristas, no se ha producido ninguna apreciada mejoría, sino que el consumo sigue en caída libre. Rápidamente los políticos comienzan a señalar a los bancos como culpables de que los créditos no lleguen a las familias y esto, en parte, es verdad. Los bancos sí están dispuestos y gustosos a prestar a los consumidores, el problema es a qué consumidores.

Se pueden diferenciar, a grandes rasgos, dos tipos de consumidores: el consumidor impulsivo y el consumidor racional.

El consumidor impulsivo –muy caracterizado en estos momentos en algunos programas de televisión–, sin pensar en las consecuencias futuras, se lanza a una vorágine de consumo comprando todo lo que le apetece en el momento, tenga o no recursos para poder hacer frente a la adquisición. Este tipo de consumidor, por lo general, ha perdido todo tipo de miedo al endeudamiento y vive muy por encima de sus posibilidades. En los últimos años, con los tipos de interés bajos y la relajación absoluta en el otorgamiento de crédito por parte de las instituciones financieras, se ha lanzado a una carrera desenfrenada de compra de todo tipo de productos y servicios: casas, coches, vacaciones exóticas, restaurantes de lujo, ropa y un sinfín de cosas más que todos sabemos; la televisión, el efecto imitación, le invitaba constantemente a ello. El consumidor impulsivo se fue cargando de hipotecas, créditos personales, tarjetas de crédito, créditos instantáneos, reunificación del crédito, etcétera, con los que financiaba su espléndido tren de vida. Al mismo tiempo, el pago de las diferentes cuotas de su gran carga crediticia recortó excesivamente su renta disponible –y por lo tanto su capacidad para seguir endeudándose–. Es decir, el consumidor impulsivo ha gastado en los eufóricos años pretéritos la renta futura de unos cuantos años. Todo el mundo estaba contento: los bancos esperaban obtener pingües beneficios con los créditos otorgados, las empresas vendían sin problemas, los precios no dejaban de subir, el paro bajaba, la actividad económica crecía a pleno rendimiento y el bienestar general parecía crecer infinitamente. En su fuero interno, todo el mundo sabía que la borrachera del consumo fácil a base de crédito algún día tendría que acabarse, pero ¿quién es el templado que en medio de una gran juerga colectiva dice que paren de beber porque las consecuencias para el día siguiente van a ser graves?

A principios de la década, como consecuencia de la crisis de algunos países emergentes asiáticos, el sistema comenzó a dar síntomas de agotamiento, pero el por todos considerado gran superhéroe carlyano de la economía, el todopoderoso gobernador de la Reserva Federal norteamericana, Alan Greenspan, volvió a repartir alcohol barato bajando los tipos de interés y dejando a los bancos de inversión todo tipo de innovaciones financieras.

Subtítulo:Los bancos están dispuestos a prestar a los consumidores, el problema es a cuáles

Destacado: Durante algún tiempo el consumo se resentirá, hasta que se vuelva a conseguir un punto de equilibrio entre renta disponible, consumo y capacidad para endeudarse de la sociedad

Este mundo feliz del crédito a manos llenas se truncó súbitamente cuando se descubrió que los grandes instrumentos financieros ideados por los ejecutivos de Wall Street (derivados, estructurados y un sinfín de nombres más) no eran más que la versión financiera del viejo timo de la estampita. Rápidamente todos se apresuraron a echar la culpa a las hipotecas basura que los bancos americanos habían conseguido vender a todo el mundo. Como si en el resto del mundo no se hubiesen otorgado préstamos y créditos a personas y entidades con poca o ninguna capacidad para devolverlas con algún pequeño contratiempo. Fue entonces cuando el comprador impulsivo comprobó cómo los directores de bancos, tan solícitos tiempo atrás para darle el dinero que necesitaba en su desaforada carrera de consumo, se lo denegaban. Es más, incluso los créditos instantáneos de 24 horas, a los que normalmente recurría, también desaparecían. Al consumidor compulsivo no le quedó otro remedio que dejar de consumir y comenzar a serenarse a la fuerza.

Por otro lado se encuentra el consumidor racional o prudente, cada vez menos frecuente por los hábitos de consumo que nos inculca el marketing. Es aquél a quien le gustaría tener lo mismo que el compulsivo pero ajusta su consumo a sus posibilidades de renta. Por miedo o por educación familiar, la mayoría de las veces huye del crédito fácil para comprar y solamente se endeuda para hacer frente a compras como viviendas o automóviles que sobrepasarían con mucho su capacidad de ahorro actual; pero aun así hace las economías posibles para que sus créditos sean lo más pequeños posible; por lo general suele tener una cierta aversión, incluso patológica, al crédito.

En este momento los bancos, que han dado la espalda a sus clientes compulsivos, no dejan de enfocar todo tipo de publicidad hacia aquellos consumidores prudentes que contarían con una cantidad de renta libre disponible para hacer frente a los pagos. ¿Pero qué ocurre? El consumidor prudente seguirá, como siempre ha hecho, consumiendo según posibilidades y recurrirá al crédito cuando le sea estrictamente indispensable, ya que, por sus características psicológicas no va a modificar sus hábitos de comportamiento por el hecho de que sea necesario para el desarrollo económico, de modo que la liquidez que los bancos centrales han insuflado a los bancos no llega a la economía real y los políticos se desesperan.

Pienso que los responsables de las instituciones financieras han aprendido la lección por algún tiempo –luego la memoria olvida– de que no pueden seguir dando crédito a manos llenas a clientes que por su disponibilidad de renta entren en la categoría de posibles morosos, ya que las propias instituciones se juegan su existencia. Por eso es de suponer que durante algún tiempo el consumo se resentirá, hasta que se vuelva a conseguir un punto de equilibrio entre renta disponible, consumo y capacidad para endeudarse de la sociedad en su conjunto.

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