Retortijones
Como funcionario docente, faltaría a la verdad si escribo que no me sorprendió que empapelasen a los que hasta hace cuatro días eran los máximos responsables de la Consejería; pero no en mayor medida que si me entero de que el vecino del quinto es polígamo reincidente o de que en el bar de la esquina se permite fumar en los aseos. Conmoción, lo que se dice conmoción, pues no. Uno se conmueve, por ejemplo, si acusan de deshonesto a un compañero con el que trabajas cada jornada codo con codo, que comparte contigo inquietudes e incertidumbres y cuya experiencia diaria le ha permitido forjarse una idea propia de lo que es la educación. Todo lo que sobrevuela por ahí arriba, alimentándose de conceptos grandilocuentes, propaganda mitinera y falsa compunción de abnegado servidor público, resulta más un estorbo que una ayuda. Al concluir cualquier proceso electoral, cada funcionario, devoto o no, ruega para que, al menos, lo que le toque en suerte no sea peor que lo anterior. Y la dicha total se alcanza cuando los responsables políticos viajan, desarrollan planes quinquenales, inauguran o se recrean en su propia excelencia porque, al menos, no molestan.
Pero las familias y la ciudadanía en general no deben preocuparse: la fuerza de la costumbre ha forjado un colectivo robusto, capaz de aguantar a pie firme el temporal cuando las consignas arrecian y la doctrina se infiltra vía boletín oficial; normalmente, los efectos de las ocurrencias peregrinas de instancias y cargos de moralidad más o menos distraída duran lo que dura el primer retortijón, y suelen vaciarse por completo al tirar de la cadena; al final, ellos presentan sus inmaculados rollos de papel higiénico, mecanografiados a doble espacio, y nosotros abrimos las ventanas para que se disipe el mal olor. En el proceso, eternamente repetido, sólo pierde la dignidad quien se la juega al cinquillo. Y ya sabemos quién organiza la timba.
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