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A la memoria de Julio de Nara

1 de Noviembre del 2024 - Laura López Álvarez (Pontevedra)

Cuando falleció su padre, continuó él con la costumbre de bajar a coger agua a la fuente, al mediodía, antes de comer. A medida que pasaban los años, era chocante ver cómo se iba pareciendo a Naro padre en muchos aspectos, también en el andar, meciendo el cuerpo entero de lado a lado.

Un día, hace años, coincidió que yo llegaba a pasar el fin de semana y él bajaba camino al lavadero, jarra de agua en mano. Alegre en el saludo, siempre con un "oi, chegaron os gallegos, ¿qué tal, Lauría?" que ya parecía que, efectivamente, acababas de llegar a casa, al hogar, a donde siempre eres bienvenido.

Charlamos un rato y nos despedimos con un "hasta luego" sabiendo que la propia idiosincrasia del pueblo iba a forzar otro encuentro en poco tiempo. En nuestra aldea, como en muchas otras, el contacto es estrecho, las casas se miran unas a otras, "los adosados" están a la orden del día. Así, las relaciones son muy cercanas, nos saludamos desde las ventanas, nos hablamos desde los quicios de las puertas, nos contamos el día desde la cuadra, el garaje, al borde del camino. Cuando éramos pequeños, todo esto era más evidente: saltábamos de finca en finca, entrábamos y salíamos de las casas, el pueblo entero nos pertenecía. De hecho, la libertad consistía en conquistar todos los rincones, todos los caminos, todos los muros. Pudimos hacerlo gracias a que los mayores nos cuidaron siempre con un ojo puesto en nosotros y otro en la labor o faena del día. Es decir, libertad total. Y los vecinos siempre estaban ahí, formando parte de ese paisaje tan emocionante. Julio era uno de ellos. Y era también una de las personas más listas que conocíamos. Me gustaba especialmente su capacidad para contar una anécdota divertida, a menudo con un punto socarrón para, acto seguido, ponerse serio y dar una explicación siempre interesante sobre el tema en cuestión. Sobre cualquier tema, en realidad. Erudito y con una memoria de elefante, las conversaciones con Julio siempre nos dejaban siendo mejores personas. Y, a pesar de su profundo conocimiento sobre la vida, gentes y costumbres del Occidente, no nos hablaba nunca con condescendencia. Más bien todo lo contrario, le gustaba escuchar lo que los vecinos contaban. Orgulloso de pertenecer a Peirois, a Boal, al Occidente, con Julio uno acababa siempre contagiado de esa hermosa emoción.

Ese día, cuando llegué a la aldea y me encontré con él camino de la fuente del lavadero, fui, de repente, consciente de una realidad en la que no había reparado hasta entonces. Cuando ya me disponía a meterme en casa, saqué el móvil y sin pedir permiso lo retraté de espaldas con su paso vacilante y su jarra de agua. Me quedé en el camín, observándole, hasta que desapareció de mi vista y en mi mente se formó un repentino collage de recuerdos. Creo que, avanzada la treintena, peinando canas y ya con todas las cargas de la vida adulta sobre mi espalda, ese día acredité que si faltaba Julio, empezaríamos a faltar todos. Mi fotografía fue un intento absurdo y vano de capturar... el inexorable paso del tiempo.

De todos los homenajes, premios, reconocimientos que recibió en vida vamos a hablar mucho estos días, ya que es uno de los padres fundadores de la Feria de la Miel de Boal. Este fin de semana, que volvemos a reunirnos para recordarlo, evocamos la figura más prosaica, con menos gesta, pero igual de relevante, del estupendo vecino que fue y que será ya para siempre en el imaginario colectivo de Peirois. Toda una institución.

Cuando me enteré de su fallecimiento, recordé de nuevo esta anécdota que hoy escribo. Y lloré por el ser querido que fue para nosotros, lloré por acordarme de su familia querida y lo que esta pérdida supone para todos ellos, herederos de una estirpe de seres inteligentes y generosos. Pero me invadió también una cierta sensación de desamparo, de pérdida de un referente valioso. Y supe que lloraba también porque, a pesar de todos estos años lejos, hay olores, paisajes, gentes que siempre viajan con una. Tal vez nuestra aldea sea mínima, cada vez más mínima, pero lo cierto es que en ella aprendimos del mundo y Julio nos ayudó a ensancharlo. Y a veces, solo a veces, hay momentos en la vida que lo único que queda, lo único que te mantiene a flote, es ese cúmulo de olores, paisajes y gentes. La primera patria. Gracias, Julio, pues, por hacerla tan grande.

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