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El maltrato en la convivencia

19 de Noviembre del 2024 - Pedro Mieres Barredo (Gijón)

No somos como desearíamos, sino como nos ha sido otorgado: una caja de imperfecciones sin culpa, aún con cierta capacidad de modificación, y tratamos de compensar esas deficiencias recurriendo a laboriosos mecanismos de adaptación ante los demás y ante nosotros mismos; pero esas lagunas son menos disimulables cuando la relación es estrecha, por exigencias que a veces superan nuestras posibilidades ya que toda convivencia es fuente de conflicto y cada uno trata de corregir al otro acercándolo a su modelo de conducta partiendo de una deducción interesada: "La normalidad soy yo", sin pararse a pensar que lo que no existe no es susceptible de apropiación; y en vez de atemperar esa relación, no ya tratando de entender al otro (empeño estéril porque no disponemos de esa capacidad, y bastaría con entendernos a nosotros mismos, a donde tampoco llegamos o lo hacemos demasiado tarde), sino reconociéndole su buena disposición y su apoyo. De lo contrario todo acabará en refriega al pensar que el otro, en su desorden, actúa de manera voluntaria, incluida la intencionalidad de daño, o con culpabilidad pasiva: se niega a corregir sus desajustes. Y a esa situación se llega a partir de dos individuos que terminan siendo víctima no de la otra parte, sino de sus propias insuficiencias, que no tienen localizadas, y algo que solo es diferente se convierte en un ataque consciente, una ofensa calculada. Si a esto añadimos las diferencias biológicas y fisiológicas entre sexos y que sus comportamientos responden a esa disparidad inducida por un compuesto químico, el organismo, al que ambos están sometidos de diferente manera, el problema se complica porque, en vez de interpretarlo como una consecuencia de los que somos, lo convertimos en una voluntad de lo que queremos o no queremos.

El protagonismo físico pertenece por categoría muscular al hombre, para lo bueno y para lo malo, y la mujer pasa a ser víctima potencial excepto por circunstancias que debilitan a aquel: la edad, la enfermedad, o ante otros seres más débiles.

La mujer supera mentalmente al varón (las niñas maduran antes que los niños y les dan mil vueltas), también para lo bueno y para lo malo, y la fragilidad se desplaza a este. Pero aquella capacidad puede estar condicionada a una fuerza ajena, física, social o cultural, que la oprime y le impide escapar.

También la ventaja física del hombre está contrarrestada por la supremacía de la mujer en aquellos dominios que controla, con la posible amenaza de una conmoción superior que le supondría un grave quebranto vital, un desenlace que le prive de lo que considera que también es suyo. La afirmación de que el hombre no acepta que la mujer se vaya de su lado por su concepto de "posesión" es incompleta, puede que no sea porque se vaya, sino por lo que se lleva con ella, que él considera que también le pertenece y cuya pérdida supondría su ruina personal. El poder femenino sobre la familia y su entorno es inmenso, y su capacidad de maniobra utilizando ese poder también lo es, incrementando en la misma proporción la vulnerabilidad de la otra parte, que teme una desconexión adversa que le arroje al mundo deshabitado, y, una vez allí, su proyecto de vida se desvanece para convertirse en nada, tanto su persona como su entorno, que se vacían.

Así que la potestad psicológica, social y física están presentes en ambos sexos, y la cuestión es cómo se administran esos atributos. La doctrina en curso es que solo una de las partes abusa de su posición y en la otra reina el silencio, y que el dolor que yace en el silencio no es amplificable ni admite multiplicación. Pero el sonido manejado a propia boca o a boca ajena sí lo es. El verdadero silencio no tiene voz propia ni sonido prestado.

Actos buenos y malos

Un grupo de jóvenes -es real- están en las escaleras que conducen a una vivienda de la que sus dueños se han ausentado; la hija de los dueños se encuentra en el grupo y en un momento determinado le pide a uno de los chicos entrar en la vivienda. El chico se niega y ella insiste, y al resistirse el muchacho recibe una bofetada. Humilla su cabeza, se da la vuelta y desciende las escaleras entre el resto del grupo que ha contemplado la escena, y se va. ¿Cómo se valora el acto y sus consecuencias?. ¿Con protagonistas a sexo cambiado la valoración también cambia? ¿Estas situaciones son excepcionales?

Para que alguien se considere psicológicamente agredido se necesita algún elemento que afecte a su sensibilidad, y la sensibilidad entre sexos es diferente por serlo también los elementos químicos que gobiernan sus cerebros. Siendo así, el impacto de dos actos idénticos obtiene resultados distintos, por lo que, si no se juzga el hecho sino sus consecuencias, el veredicto carecería de imparcialidad (los efectos de un grito o una bofetada dependen de quién lo da y quién lo recibe; la lágrima que surge condiciona la valoración del acto que la desencadena). El homicidio imprudente no se juzga igual que el que no lo es, a pesar de que la consecuencia es la misma; se juzga la acción.

Si se da por probado que no existe mujer que no haya sufrido algún acto de micromachismo a lo largo de su vida, también lo será que no existe ningún hombre que no haya padecido un acto igual pero de naturaleza distinta, procedente de la otra parte; y siendo esto obvio solo se alude al primero, habiendo como hay mil maneras de agredir, lo que ocurre es que las de una de las partes no están inventariadas o alguien las ha descatalogado. Y, a pesar de ser diferentes entre sí, a uno de ellos se le exige una conducta igual, tanto en su comportamiento como en sus respuestas a los comportamientos del otro, y ambos, comportamiento y respuesta, deben atenerse a un modelo que a uno le es consustancial mientras que al otro no; como si el ser humano pudiese autoconfeccionarse a partir de líneas de conducta de otros seres también humanos y limitados, y, sobre todo, imperfectos y distintos, e ignorando que la naturaleza ha dotado a ambos de facultades específicas por serlo también sus carencias, y que esas facultades suponen un arma de supervivencia que evita el desamparo.

Pero la evidencia ya ha sido localizada, y el debate debe darse por concluido: todo es consecuencia de un vicio atávico y procede corregir la parte defectuosa en aras de la uniformidad con la sana; esta parte sana ha sobrevivido a ese error cultural vigente durante siglos, aun habiendo estado en condiciones de desventaja y sometimiento, y no precisa moverse del sitio, ni modificar sus gestos.

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