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Psicodana: catástrofe emocional

6 de Enero del 2025 - José Antonio Flórez Lozano

“Tened el corazón abierto tanto tiempo como podáis y sobre todo a vosotros mismos. Sed generosos, buenos y hospitalarios” (Morrie Schwartz)

Asistimos perplejos e impotentes a la dana de Valencia. Miles de casas destruidas, destrucción total, inmovilidad y desolación. Centenares de muertos y desaparecidos. Gentes que lo han perdido todo, incluidos sus seres queridos, atrapados en el barro por la angustia y la frustración. Inmensas pérdidas, daños incalculables y presupuestos ingentes para afrontar la reconstrucción. Un paisaje de barro y lodo, tétrico, dantesco y desgarrador. Parajes inermes, sin vida, en los que van a proliferar las enfermedades mentales que nos puede llevar por identificación con la naturaleza a la propia destrucción de uno mismo (autolisis), al suicidio. Junto con la enorme ansiedad sufrida estos días, los supervivientes tendrán que superar también un sinfín de pérdidas (físicas y afectivas) que irán descubriendo y que tienen un gran impacto emocional (el pañuelo de seda de su abuela). La ansiedad consecuente y una profunda tristeza depresiva mantienen a las víctimas en situación de alarma sin poder dormir o comer, desbordados por emociones explosivas que no saben cómo manejar y temen estar tan tristes y desesperanzados que creen que no podrán soportarlo. La ansiedad de la situación traumática vivida relacionada con una sensación de peligro continuado y vulnerabilidad constante va cristalizando en una tristeza depresiva que agarrota el estómago y el corazón. Ciertamente, la tristeza por perder un hijo o cualquier ser querido no es algo que se pueda evitar, pero se puede aprender a vivir con ella para que no se convierta en depresión, incluso a compatibilizarla con cierta alegría, agradecimiento, ilusión por las cosas y proyectos de futuro. Un sentimiento de impotencia, desolación y de pérdida de la propia estima les abrasa interiormente. Algunas víctimas quedarán impactadas y se limitarán a llevar una vida anodina y sin ilusión; una de ellas describe así el impacto psíquico de la catástrofe: “De pronto, he echado de menos aquellos paisajes en que el tiempo era mi amigo y me regalaba la calma templada de una tarde desde la antojana de mi casa; conservo perfectamente las canciones de los pájaros y el eco del vértigo que fueron los días, vivía en ese paisaje de perfume de azahar, armonía y color bajo el mandato de la despreocupación; ahora todo es de otra forma, como si de repente apareciera una densa niebla llena de dolor y de muerte”. Una persona que ha perdido a su marido y todos sus enseres personales expresa: “Me siento vulnerable, y ese paisaje de barro y lodo es como la catástrofe de las ausencias, y no puedo vivir”. ¡No quiero vivir! Tras la dana, las farmacias y las consultas médicas en los centros de salud son quizás el mejor lugar para comprobar los efectos de esta explosión de ansiedad, angustia y depresión.

Hay que realizar estudios clínicos de seguimiento a corto y largo plazo que permitan vigilar la salud de estas personas y aplicar programas terapéuticos integrales, necesarios para calmar el ardor de la desesperación en la mente humana

MIEDO ATROZ

Los sujetos aquejados reviven el suceso una y otra vez, rehúyen el contacto con cualquier persona que les recuerde el acontecimiento, están en alerta permanente, experimentan síntomas físicos, abusan de fármacos, alcohol o drogas. Son personas que sufren el rigor del estrés postraumático. Las recetas de todo tipo de ansiolíticos, antidepresivos e hipnóticos se dispararán en las personas afectadas. Sabemos que la salud es un difícil equilibrio con nuestro medio ambiente. Las caras de estas personas, antes alegres, ofrecen un rostro de abatimiento, impotencia, cansancio y melancolía. Un silencio profundo parece reinar en ese espacio quemado y enlutecido. Algo similar a lo que pintó Edvard Munch en su cuadro “El grito”. Un horror inenarrable, miedo atroz y una incapacidad de tranquilizarse; una angustia a flor de piel. Este paisaje es como un grito “desgarrador” que podemos ver en las personas afectadas, con sus ojos inmensamente abiertos. En fin, un megaestrés que se puede cronificar, con una carga emocional encabezada por sensaciones de miedo y pánico, frustración, rabia, victimización y desesperanza, entre otras. Una hecatombe que despierta una ansiedad insoportable con un impacto cerebral altamente disfuncional. El cortisol, la adrenalina y la norepinefrina nos ponen en alerta y a la defensiva. Sus mentes serán terreno abonado para los pensamientos irracionales (¡catastróficos!), para el miedo que devora y paraliza. En fin, disfunciones emocionales que, como un anochecer frío, sin luna ni estrellas, oscurecen por completo nuestra realidad. Pesimismo, miedo, incertidumbre, desesperanza, frustración. Rabia, inconformidad..., temor, ansiedad, inquietud; una riada emocional que arrasa nuestra armonía, salud y bienestar. Un sentimiento de “extrañeza” referido a “sí mismo” y a su entorno inmediato. Precisamente, aquella exuberante naturaleza perfumada y de un vívido colorido se ha transformado en un paisaje de horror y espanto; un páramo de barro y destrucción. Y, por ello, muchas personas sufrirán de evitación fóbica, lo cual determinará en última instancia el abandono de su propia casa y de ese entorno. Los trastornos psicosomáticos se disparan: problemas digestivos, hipertensión, neurosis, dispepsias, cefaleas, molestias cardíacas, trastornos músculo-esqueléticos, génito-urinarios, taquicardia, palpitaciones, etc. En ese contexto, hemos visto a personas cabizbajas que retuercen las manos y que expresan muy bien el dolor del momento. También aparece el aburrimiento existencial: "¿Qué hago yo aquí? ¡Mi vida ha sido arrasada y enterrada bajo el barro!". La persona golpeada por esta catástrofe se hace preguntas constantes. Esas interrogaciones están llenas de veneno, porque carcomen y apagan aún más el ánimo. Gestos de desesperación, de expresión crispada y dramática, que denotan un gran estrés y dolor. Lo cierto es que pocos estados psicológicos pueden llegar a ser tan intensos. Un superviviente decía: lloré mucho, ríos, mares y océanos de lágrimas. Cuando elaboré mi duelo con la catástrofe y saqué la ira, la rabia y el desánimo generado, acepté la muerte como parte de la vida y decidí que ese no era mi momento para morir, decidí que quería vivir. Pero muchas personas afectadas por la voracidad de las aguas embravecidas vagan como zombis, hundidos en el dolor más profundo, engullidos por una tristeza enfermiza que a muchos les impide incluso quitarse esa vida anestesiada que pinta el rostro mismo de la muerte. Rosa habla de un día triste, este en el que hago recuento de mi vida, que ya avanza hacia su epílogo, y no encuentro motivos para sentirme orgullosa de mí misma y salir adelante. Y por eso aparece el sufrimiento de estar vivo, de no saber si vivir merece la pena… Y unas ganas de dormirse para siempre en el recuerdo de mi familia, de las sombras, de los silencios, en fin, en el arcoíris de la vida.

¡QUIERO VIVIR!

No obstante, en el lodo y en el barro, florece la esperanza de la vida… ¡Quiero vivir! Pero, sin duda, las personas afectadas serán especialmente vulnerables en su salud. Viven un horizonte de frustración, sin esperanza, que les hunde en una profunda depresión. De ahí la necesidad de realizar estudios clínicos de seguimiento a corto y largo plazo que permitan vigilar la salud de estas personas y aplicar programas terapéuticos integrales, necesarios para calmar el “ardor de la desesperación” en la mente humana. La esperanza es una tabla de salvación que permite dar un significado más positivo a la vida misma, a fin de obtener la fortaleza psíquica que se requiere para continuar viviendo y trabajando. La esperanza nos da alas para el alma y el cerebro; un viaje arduo, pero es también un camino de esperanza compartida donde cada paso cuenta y donde la determinación y el amor superan las adversidades. La esperanza surge con toda su fuerza como un medio para fortalecer el alma y el espíritu; contagiarme de la alegría perdida, de los abrazos y besos guardados, del cariño que necesitamos y de todo aquello que nos haga crecer. Podemos retroalimentar la esperanza con el apoyo emocional de los amigos y familiares, con la fortaleza de nosotros mismos y con la certeza de salir adelante en medio de este páramo de desolación. En esta travesía, la esperanza se convierte en un motor poderoso que impulsa la búsqueda de soluciones, la fortaleza para resistir y la certeza de que, incluso en la batalla contra esta catástrofe, la esperanza es un aliado inquebrantable. La clave será vivir con ilusión, apoyo emocional verdadero, ayudas necesarias y argumentos, mirando hacia delante. Posicionar la atención en el presente y en el futuro a corto plazo. Es nuestra zona de supervivencia y también de oportunidades. Es esa área que debe sembrarse de nuevas decisiones para que los objetivos florezcan. Asimismo, también es ese escenario en el que se esconden nuevas oportunidades que debemos aprovechar. Por encima de todo, después de la ayuda, viene la generosidad del tiempo dedicado al superviviente, del contacto, de la caricia y del abrazo; un bálsamo de tranquilidad, aceptación y reconstrucción mental para las víctimas que sufren y que se sienten solas. Ahora, hay que ser capaz de pasar las páginas ensuciadas por el barro, duras y frustrantes, que los han sacado de la pista de la salud felicidad.

José Antonio Flórez Lozano

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