Tiempo de ficción
Mi abuelo siempre se ha posicionado fervientemente en contra de la ficción. Dice que "quitando los molinos de viento, 'El Quijote' es pura fantasía" y que lo único que vale la pena leer son narrativas históricas, pues todo lo demás es una pérdida de tiempo. Con esa ironía y descaro que a veces tiene la vida, su hijo le salió librero.
"Me crie entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos", escribe Carlos Ruiz Zafón en "La Sombra del Viento". Similar es la experiencia que intento describir cuando alguien me pregunta cómo es tener un padre cuyo lugar de trabajo es un oasis de las palabras y de qué manera ello ha influido en quién soy hoy. Como el señor Sempere, yo también me crie entre libros; me crie por ellos y de sus páginas pude extraer aprendizajes, ideas y emociones. Y en ocasiones un cliché se convierte en tal porque está plagado de verdad y me veo obligada a expresar que, efectivamente, gracias a la lectura, gracias a las historias, tuve la oportunidad viajar a otros lugares y vivir otras vidas y sentir que existen dimensiones mágicas de la existencia a los que solo se puede acceder a través de las palabras.
Lamentablemente, parece que el convencimiento de mi abuelo es compartido por cada vez más personas, y es así que nos encontramos sumidos en el auge de la no-ficción, que, si bien no debería suponer ningún problema en teoría, a menudo viene acompañado de un discurso en pro de la productividad, el uso efectivo de nuestro tiempo, la acumulación de conocimiento, la necesidad constante de la mejora personal y un etcétera de retórica que mucho resuena a las motivaciones del capitalismo. La lectura se convierte, de esta manera, en una extensión de la jornada laboral, pues cada minuto de ocio debe tener un uso práctico e invertirlo en literatura que no sea "de verdad" es un desperdicio.
Dentro de esta falsa dicotomía, reivindico hoy la literatura "de mentira", los libros sobre libros e historias sobre historias que despiertan pasiones y cuya lectura se transforma en un ritual, un santuario en el que refugiarse. Mi padre, que fue mi primer profesor de literatura, y todos y todas las que vinieron después me han acercado a autores y autoras en cuyas frases aún hoy vivo, en cuya magia para la palabra me regodeo y que me han hecho crecer intelectual y emocionalmente más de lo que una novela histórica jamás podría conseguir. Lo siento, Güelito: sé que no te gusta que te lleven la contraria.
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