Noches diurnas

27 de Enero del 2025 - Javier Cortiñas Gonzalez (Tarragona)

Aunque ya ha transcurrido un tercio del invierno, las noches más largas han quedado atrás, y camino ya de febrero, los días se van alargando más; estos cambios prácticamente nos pasan desapercibidos por estar habituados a vivir en ciudades, donde ya habitamos más del 56 por ciento de la población mundial. Porque la edificación urbana nos limita el campo de visión del cielo y de todo lo que en él transcurre: los cambios de recorrido del Sol, las fases de la Luna, el movimiento de los planetas y la procesión de las constelaciones. Además, no hay tiempo para nada, ¡cuántas cosas dejamos pasar o de hacer por la excusa de la falta de tiempo! A lo que se suma la iluminación, en muchos casos excesiva de nuestras calles: farolas, escaparates, oficinas, paneles luminosos, viviendas, semáforos, etcétera. Estamos inmersos, en cuanto anochece, en un mar de luces, destellos, flashes, brillos y focos que van y vienen al compás de la circulación. La noche ya no existe, se ha convertido en una extensión del día.

Estamos tan habituados que no percibimos cómo la iluminación nocturna es algo que acaba de llegar, que prácticamente es de ahora mismo, si tenemos en cuenta el tiempo recorrido por la humanidad desde sus orígenes. Si nos remontamos a nuestros inicios como especie, cuando la conciencia humana empezaba a despertarse y darnos cuenta aún de forma difusa de quiénes éramos. Cuando empezábamos a percibir la realidad del entorno en el que vivíamos, en aquella sabana africana, donde la lucha por la existencia era cruel y despiadada, las noches debían de ser angustiosas, en vigilia casi permanente, atentos a los menores ruidos, encaramados en las ramas de pequeños árboles. Por no mencionar cómo debieron de ser las noches durante el lento emigrar a otras zonas del planeta, atravesando lugares y climas diferentes, teniéndose que enfrentar a animales feroces. Todas esas experiencias generaron nuestros miedos ancestrales a la oscuridad, que aún conservamos de manera más palpable en la edad infantil, miedos que no somos capaces de definir la mayoría de las veces. Todavía la hipnótica contemplación del fuego de una chimenea nos aporta sensación de confort y bienestar, reminiscencias de aquellas remotas edades que, al parecer, han quedado grabadas en nuestro subconsciente.

Nos hemos olvidado de lo que es realmente la noche porque la vida en las ciudades ha suprimido la frontera entre la luz y la oscuridad. Pero durante casi toda la historia humana, la noche fue sinónimo de tinieblas e incógnitas a lo desconocido. Pocos temas además han inspirado tanto la literatura. Es en lo más profundo de la noche donde muchos dramaturgos situaban los crímenes de sus personajes.

La verdadera iluminación urbana comenzó con la invención de la lámpara eléctrica, muy limitada al principio a las calles y vías principales. Fue una pequeña ciudad del condado de Surrey, al sur de Inglaterra, la primera que tuvo iluminación de este tipo hace algo más de 150 años. En España, con poca diferencia de tiempo, fueron pioneras Comillas y Jerez. En Madrid en 1878 con motivo de la boda de Alfonso XII y en Barcelona en 1883 en la calle de Mata.

Hasta entonces, a partir del primer tercio del siglo XIX, se usaron farolas que quemaban queroseno, un derivado del petróleo, que entonces se empezaba a descubrir y las farolas alimentadas con gas de alumbrado, producido en la destilación seca de carbón.

Más atrás en el tiempo, quedaban las calles y los caminos prácticamente a oscuras, débilmente iluminados por la pobre luz que podía salir de las ventanas, por antorchas, teas y las linternas dotadas de velas. En las aldeas y granjas junto a los campos de cultivo, rodeadas de bosques, las noches de invierno largas y frías salpicadas de aullidos y del ulular del cárabo -lastimero como una risotada- debían de ser inquietantes; esperando que amaneciese y apareciese la luz cuanto antes. Solamente paliadas cuando brillaba la luz de nuestro satélite. Noches que se debían recibir como una bendición, a pesar de ser una luz pálida y fría que distorsionaba la realidad. Era en esas veladas invernales, recluidos todos los habitantes de la casa junto al fuego de la chimenea, que además de calor proporcionaba luz, cuando se comentaban noticias, historias, cuentos y leyendas, con argumentos muchos de ellos que asustaban aún más a los presentes, rodeados ya de por sí de aquel ambiente de miedos y temores. Cuyos contenidos se fueron enriqueciendo y transmitiendo hasta servir de material a muchos escritores que los recopilaron y dieron las formas literarias en las que nos han llegado a nuestros días con sus enseñanzas y consejos, que por desgracia el wokismo está tratando de reescribir en nombre de una supuesta corrección de nuevos valores que nadie ha pedido ni solicitado, ni consensuado. Aún recuerdo haber asistido de joven a alguna velada junto al fuego del hogar, que de alguna manera rememoraba cómo debían de ser esas veladas, en una de las antiguas casas de mi pueblo, donde aún se mantenía la distribución de una casa rural de Tierra de Pinares. También en posadas y albergues de caminos se pasaban las largas veladas de invierno, escuchando y transmitiendo todo un mundo de fábulas, leyendas, historias y noticias. No solo en aldeas, algo parecido ocurría en los palacios de la nobleza e incluso en los fastuosos palacios orientales de los sultanes, tal como se relata en las "Mil y una noches", cuando cada noche a lo largo de casi tres años "la concubina Sherezade le cuenta al sultán Shahriar, para entretenerle, una historia diferente". En aquellas noches no solo se narraron historias, pues al cabo de ese tiempo, Sherezade le dio tres hijos al Sultán y pasó a ser su esposa preferida.

Solamente cuando la noche empezó a ser controlada de alguna manera, comenzó a servir de motivo de inspiración a escritores, poetas y músicos.

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