Estamos muertos, y no es un simulacro
Organizan estos días nuestras "eficientes" autoridades autonómicas un "simulacro de nevadona" en la Asturias aún no vaciada (central y oriental), y se olvidan, curiosamente, de la zona occidental. Una vez más. Y van... ya hemos perdido la cuenta. Será porque, para la escasa población que queda en el "ala izquierda" del Principado, no merece la pena -la pena electoral, se entiende- mostrar una vez más las carencias en infraestructuras viarias y de todo tipo y la imposibilidad práctica de dar una respuesta eficaz a una población dispersa, envejecida y menguada, si un fenómeno meteorológico similar se produce.
Pero sí se acuerdan de nosotros cuando surgen problemas como el de la tuberculosis bovina, y se dignan entonces, aunque sin prisas, salir del SPA en el que se relajan tras pasar la noche insomnes urdiendo la próxima regulación que nos haga más gregarios, más sumisos y más contentadizos, y nos recuerdan el SPE (Sistema de Protocolo Europeo), que consiste en el "vaciado sanitario" de algunas de las pocas heroicas ganaderías que quedan. En estos casos, incluso tienen la deferencia de acercarse en carne mortal a darnos doctrina somnífera en píldoras conocidas como "consignas", como sucedió hace días en Tineo y como sucederá pronto en A Caridá, cuando haga su aparición la consejera de Sanidad, doña Concepción Saavedra, para contarnos el "país de las maravillas" que es el moribundo Hospital de Jarrio.
Estamos tan muertos como los vecinos de la Comala de Pedro Páramo, y no lo sabemos. Tan muertos como los que provocaban, a comienzos de la posguerra incivil, el grito dolorido de Dámaso Alonso en "Hijos de la ira": "Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)", decía el primer verso del libro.
Por no quedarnos, no nos queda ni siquiera un testigo crítico de la realidad como fue el lúcido Francisco de Quevedo en el soneto que comienza: "Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes, hoy desmoronados", y termina diciendo, desolado: "No hallé donde posar los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte".
Estamos muertos, o, al menos, bien anestesiados (e intubados en la UCI) por las subvenciones y los festejos turísticos que entretienen nuestra agonía. Y seguimos votando lo mismo durante décadas. Y así nos va. Lo tenemos merecido. Parece que no queremos ver la realidad, que preferimos no sentir, como decía Rubén Darío en otro soneto memorable: "Dichoso el árbol que es apenas sensitivo / y más la piedra dura, pues esta ya no siente / pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre que la vida consciente".
¿Se atreverá alguien, como el niño aquel del cuento XXXII de "El conde Lucanor", a decirle a Barbón que está desnudo? Pues en pelotas está quien se reviste con sonoras palabras (igualdad, progreso social, equidad, solidaridad, desarrollo sostenible...) y las contradice a diario olvidando a una parte considerable de su geografía y de su gente, mostrando que se reviste... con la nada. Mientras esperamos a ese niño valiente, pongámonos cómodos y descansemos, que no sucederá ni hoy ni mañana. Descansemos... en paz.
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