Pastoral langreana
El sábado 1 de febrero, un hombre cosía a cuchilladas a su pareja en una calle de la conurbación langreana, causándole la muerte. Sea quien fuera el autor, y acatando la presunción de inocencia, hay un espectro de violencia previsible en ciertos sujetos y en pluralidad de ambientes, de modo que se puede afirmar que "siempre son los mismos", sin necesidad de recurrir a prontuarios de frenología. Lo más desalentador de la condición humana no es la maldad que recubre sus actos, sino que "el fuego quema", y es mejor no poner la mano ahí, impidiendo así las posibilidades variadas de acción con que nos asisten la inteligencia y la templanza. ¿A qué nos lleva esto? Pues a la inacción o al ingreso en el círculo de envilecimiento propuesto por el victimario en ciernes.
¿Cómo se llega al maltrato de palabra, obra u omisión en el seno de una relación donde debe primar la confianza? Por desidia fruitiva, sí, esa incuria que reposa en los pechos serenos de la acedia. Que nada turbe esa tara, ese vacío, avalado por un entorno indiferente, cobarde o secretamente proclive que es el que aconseja: "No le hagas caso, ya sabes cómo es; tú, a lo tuyo". Las palabras también son hechos -no siempre, lógicamente-, y una amenaza, una imprecación o un simple y crispado mentís anticipan la jugada final, adensan el aire hasta volverlo irrespirable. Karilenia, de 40 años y madre de tres niños, se vería encajonada entre esas premisas fatales y -les cuento un secreto- aprendidas; porque hace falta un marco secular de intersubjetividad para -luego de madurarlas- llevarlas a cabo. Uno puede tener unas tendencias innatas, pero, a lo largo de la vida, acorren refuerzos para su perpetuación a modo de impulsos autoinmunes, y no tanto de torsiones estructurales como se denuncia con animosidad demagógica.
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