El guardián de las manzanas
Era un domingo al mediodía de finales de octubre con mucho calor y soplaba un viento caliente y suave de vendaval.
Yo estaba subido en el manzano de casa de mis abuelos disputando las manzanas con los mirlos negros que revoloteaban de rama en rama como si quisieran con sus trinos que abandonara mi labor.
Vete, me dijo el mirlo, tú no puedes comer más manzanas y no es justo que mis jefes pasen hambre.
Pero hay muchas manzanas en el manzano, le dije yo. ¿Para qué quieres tantas si se van a perder?
Yo soy el guardián de las manzanas y el que se suba al manzano lo expulso, son órdenes de arriba.
Pero no son órdenes justas. ¿A ti quién te las dio?
Me las dio el Gran Jefe Blanco y a mí no me importa si son justas o no, yo cumplo órdenes y no las discuto y a mí me dejan comer las que están medio podridas y con eso me pagan y me conformo.
Pero, a tus jefes, ¿quien los eligió?
Yo no lo sé, ellos dijeron que habían ganado las elecciones y ya está, el que no esté de acuerdo que se vaya. Ellos prometieron en campaña repartir las manzanas entre todos y ahora las quieren para ellos. Yo cumplo órdenes.
Y el día que se acaben las manzanas, ¿qué harás?
Bueno, ese día me convertiré en guardián de las naranjas y cuando se acaben las naranjas me convertiré en guardián de las cerezas y así con todos los frutos de la tierra.
Ya, pero algún día se acabarán todos los frutos del paraíso terrenal. ¿Qué dirán tus jefes entonces?
Ese día, si llega, como tienen respuesta para todo, le meterán la culpa a Eva por comer la manzana y con su lengua viperina se enroscarán en el árbol de la ciencia del bien y del mal para vigilarla.
¡Buenos son ellos!
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