La pandemia nos hará mejores
En pocos días habrán pasado cinco años desde la llegada a nuestro país de la pandemia mundial que triste e inevitablemente terminaría rápidamente con la vida de decenas de miles de ciudadanos.
En aquellos fatídicos días, todos pensamos que el mundo tardaría mucho en volver a ser el que habíamos conocido hasta entonces. De forma egoísta y con gran impotencia, algunos llegamos en aquel momento a envidiar a los que ya no estaban, pensando que ya eran libres de vivir bajo el riesgo y la incertidumbre de un contagio con consecuencias muy poco predecibles.
El enorme esfuerzo de los profesionales de la sanidad pública y la total disposición de toda la infraestructura más básica, sobre todo la logística, la farmacéutica y alimentaria, nos hicieron ver que, a pesar de todo, podríamos resistir y esperar a que un nuevo medicamento evitase los males mayores de la destructiva enfermedad que tanto daño nos estaba haciendo, sobre todo entre los más vulnerables.
No podemos olvidarnos de aquellas alarmantes cifras de muertes, incrementándose diariamente y generando una curva ascendente de casos imposible de doblegar. Tod@s y cada uno de nosotr@s teníamos en la mente a nuestros seres queridos, a nuestras amigas y amigos, cruzando los dedos para que en ningún caso se contagiasen.
Entre tanto sufrimiento e incertidumbre, en unos pocos meses llegó la primera vacuna, generando una nueva esperanza para el futuro, sobre todo entre la población más envejecida. A finales de ese mismo año todos y todas comenzábamos a recibir la primera dosis, que, aunque acogida en unos pocos casos con cierto recelo, se puso finalmente a la mayoría de las personas, confiando ciegamente en las posibilidades de una nueva era científica, la cual supuso a su vez un hito histórico en la vacunación mundial.
En aquellos días, hicimos uso de esas prácticas sociales que muchos países orientales ya tienen integradas desde siempre en su vida cotidiana, como es ponerse una mascarilla mientras están enfermos, evitando así contagiar a los demás. Esta fue una práctica de la que hicimos uso durante muchos meses, imprescindible en los centros sanitarios, en donde se coincidía con enfermos de diversa índole o gravedad.
Y así volvimos al trabajo, a las fiestas, a los restaurantes, a la vida anterior... Poco tiempo ha pasado desde entonces, y la realidad es que parece que haya pasado una eternidad desde aquellos días. Y si uno se pregunta qué conclusiones podemos extraer de todo aquello, ¿nos hemos vuelto mejores personas? ¿Hemos aprendido algo bueno? ¿Podemos decir que el mundo es mejor ahora?
Si le permiten a este lector hacer su balance personal, considero que mayoritariamente hemos perdido el total respeto a la nueva enfermedad, considerándola una gripe más (ya de por sí peligrosa). Ya casi nadie comprueba su positividad y, lo que es peor, la gente se olvida de que, si se precisa ir a un centro sanitario, por cuestiones básicas y fundamentales de higiene y prevención hacia los demás, debe acudirse con una mascarilla protectora ante el menor síntoma catarral o gripal. Para colmo, se tiende a mirar mal a quienes hacen uso de ella, evitando acercase por miedo al contagio. Lo mismo ocurre en los transportes, lugares de pública concurrencia o centros de trabajo. Solo una minoría tiene presente el hecho de que ante todo, la protección individual, es la mejor de las protecciones colectivas.
La conclusión a la que llega este humilde lector es que tras lo vivido, de la pandemia solo puedo extraer conclusiones negativas del aprendizaje de nuestra sociedad. Pasado el terrible miedo inicial, hemos vuelto a convertirnos en la mismas personas egoístas y con el mismo nulo compromiso social al que ya estábamos anteriormente acostumbrados. Cada día cumplimos menos con el ejercicio del respeto hacia los demás, lo cual demuestra claramente lo poco que hemos aprendido durante todo este tiempo.
Yo puedo decir que no, no nos hemos hecho mejores...
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