Cargando las pilas del odio
Si hace un par de años alguna deidad nos hubiese permitido ver por el ojo de una cerradura cómo estaría el mundo a principios de 2025, no nos lo creeríamos. La irrupción de Trump en la Casa Blanca, con el innegable apoyo del pueblo de EE. UU. que lo votó de manera mayoritaria, ha venido a trastocarlo todo. Si analizamos las filias y las fobias que ha despertado, podemos observar cómo lo más retrógrado de la ultraderecha europea lo ha recibido con los brazos abiertos, eso sí, en un ejercicio de masoquismo, puesto que parece no importarles las consecuencias catastróficas que su política matona va a suponer para Europa: tanto la guerra arancelaria que se avecina como el inevitable rearme que debemos acometer no nos van a salir gratis, pues deberemos detraer fondos de las partidas dedicadas al Estado del bienestar, para así poder mantener nuestra posición geoestratégica, e incluso nuestra independencia como espacio soberano.
Entre los beneficiarios de este giro hacia un neoimperialismo en las relaciones internacionales que los ciudadanos de los EE. UU. han confiado a la Administración Trump figuran la satrapía rusa y el enloquecido régimen israelí.
Sobre las aviesas intenciones del primero no me voy a extender, porque son de sobra conocidas. Ya no disimula su GRGA (Get Rusia Great Again), que se vislumbra en su sed de expansionismo, ahora con Ucrania, mañana ya veremos con quién (si le dejamos).
Pero me voy a detener en su otro gran beneficiario internacional, el régimen israelí, inmerso, en la actualidad, en una vorágine de terror vengativo incompatible con los estándares que se requieren para poder ser considerado un Estado democrático de derecho.
El absurdo, brutal y asesino ataque perpetrado por el grupo terrorista Hamas, que el 7 de octubre de 2023 mató, violó y secuestró a inocentes israelíes, de ninguna manera podía quedar impune. Israel tenía todo el derecho a buscar a los responsables actuando contra ellos de la manera más contundente posible y localizar y poner a salvo a todos aquellos que, entre los secuestrados, siguieran con vida, pero no a desarrollar una operación de "tierra quemada", reduciendo a escombros todas y cada una de las ciudades de la Franja de Gaza, destruyendo toda la infraestructura hospitalaria, impidiendo la entrada de alimentos y medicinas del exterior... en fin, poniendo en práctica lo que no puede denominarse más que como un auténtico genocidio de Estado.
Aunque las comparaciones, como dice el tan manido dicho, son odiosas, no cabe más que hacer una paralelismo con lo sufrido por los propios judíos hace más de ochenta años. Los guetos, las matanzas de inocentes, las muertes por hambre o por falta de atención médica que vemos a diario en nuestros televisores recuerdan a las sufridas por el pueblo judío a manos del régimen nazi.
Aunque solamente fuera por honrar la memoria de aquellas víctimas, Israel jamás debería haber infringido a otro pueblo muchos de los horrores que ellos mismos sufrieron.
Dicen que quien desconoce la historia o desafía las lecciones que de ella se derivan está abocado a repetirla. El pueblo judío, a lo largo de toda su historia, ha sufrido por el odio de la práctica totalidad de los pueblos en los que se asentó. Cabe recordar la expulsión de los judíos en España, o los pogromos bolcheviques del período 1918-1921. Por otro lado, hay una verdad dolorosa que se ha querido mantener en un segundo plano, pero que ningún historiador rebate: la connivencia de la práctica totalidad de los países europeos con el régimen nazi para la implementación de la llamada "solución final". El Gobierno colaboracionista de Vichy promulgó legislación antisemita, incluida la Statut des Juifs (Ley de los Judíos), promulgada en dos partes, en octubre de 1940 y junio de 1941; en Países Bajos, la connivencia de las autoridades locales propiciaron que las tres cuartas partes de la comunidad judía, unas 102.000 personas, fueran deportadas hacia los campos de exterminio; los regímenes checo, eslovaco, húngaro, búlgaro, croata, rumano, tendieron "puentes de plata" para la deportación de sus poblaciones judías, puesto que el antisemitismo tenía unas hondas raíces en Europa del Este y se había alimentado durante décadas del pensamiento nacionalista.
Con este breve aunque inquietante paseo por la historia del pasado siglo, podemos darnos cuenta de que el antisemitismo siempre ha estado ahí, y que, aunque las pilas del odio han permanecido "sin carga" durante más de 80 años, es indudable que el matonismo genocida del Gobierno israelí, envalentonado por el apoyo sin fisuras de la nueva Administración de EE. UU., puede recargar las pilas del odio, desatando una nueva oleada de antisemitismo por el mundo. Es lo que pasa cuando se pone a cabalgar a los cuatro jinetes del apocalipsis.
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