Seguridad, sí; rearme, no
La extensión del pensamiento postmoderno y el auge de los influencers han provocado que el discurso político acepte cualquier afirmación como válida, por arbitraria que sea. Así, hemos asistido a una preocupante identificación entre los conceptos de seguridad y rearme. Y no por parte de voces marginales, sino por aquellos mismos que hace apenas dos años sostenían que la solución militar a la invasión de Ucrania sería cuestión de meses: que nuestras economías eran más fuertes, que las sanciones serían efectivas y que nuestro arsenal superior inclinaría rápidamente la balanza.
No solo no han rectificado, sino que ahora esa misma guerra se utiliza como pretexto para justificar el aumento del gasto militar, en nombre de una seguridad que no se define, pero que se invoca como mantra. Sin embargo, es legítimo preguntarse: ¿realmente más armas significan más seguridad?
En lugar de temer enemigos externos o prepararnos para la próxima guerra, deberíamos atender a las causas reales que minan la estabilidad de Europa: el aumento de la pobreza, el deterioro democrático y el abandono del Sur global. Los discursos de seguridad ignoran que ningún misil protege contra la exclusión social, ni contra el autoritarismo que crece al calor de la precariedad.
Y, sin embargo, las instituciones europeas siguen apostando por la vía armada. En la Cumbre de la OTAN celebrada en Madrid (2022), el presidente del Gobierno declaraba: “Europa necesita reforzar sus capacidades de defensa, y eso exige más inversión. Seguridad es sinónimo de disuasión”. Su ministra de Defensa, Margarita Robles, añadía: “Invertir en defensa no es un gasto, es una inversión en nuestra libertad y en nuestro futuro”, al igual que la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, quien en febrero de 2024 declaró: “El gasto en defensa no es un lujo, es una necesidad si queremos garantizar nuestra libertad y seguridad frente a las amenazas que nos rodean”. Pero ni Robles ni Von der Leyen aclaran qué tipo de libertad nos espera tras una nueva guerra total en Europa.
Este pensamiento único —que atraviesa partidos de izquierda y derecha— identifica seguridad con rearme. Se vincula la protección ciudadana al número de tanques, cazas o sistemas antimisiles desplegados. La seguridad no está ligada al rearme. La experiencia histórica nos enseña que las carreras armamentísticas conducen al conflicto, no a la paz.
La propia Unión Europea nació para evitar la guerra: el Tratado de París de 1951, germen del proyecto comunitario, se centró en el carbón y el acero precisamente porque eran los recursos que habían desatado las guerras mundiales. Se buscaba integración económica para evitar enfrentamientos armados, no más presupuesto en defensa.
Desde este discurso postmoderno, que engloba tanto a partidos de derechas como de izquierdas, el concepto de seguridad ha sido reducido peligrosamente a su dimensión militar. Gobiernos de toda Europa han vinculado la protección de sus ciudadanos al número de tanques, cazas o misiles desplegados. Pero la seguridad real —la que protege la vida cotidiana de las personas— se sustenta en pilares muy distintos: educación, sanidad, justicia social, igualdad y estabilidad democrática.
Hoy, sin embargo, la narrativa dominante nos quiere convencer de que el rearme es inevitable. Frente a este discurso, urge recuperar una visión más amplia, más humana y más eficaz de la seguridad. Como sostenía ya en los años noventa el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la seguridad auténtica es seguridad humana: acceso al agua, a la salud, al trabajo digno, a un entorno seguro.
La seguridad, antes que el rearme, consiste en volver al derecho internacional como garante de los tratados internacionales. El Tratado de Helsinki, por el que las naciones, tras la Segunda Guerra Mundial, se comprometen a no mover las fronteras sin el acuerdo de las partes.
La guerra en Ucrania ha disparado el gasto militar en toda Europa. En el caso español, solo en ayuda militar a Ucrania se han comprometido más de 1.000 millones de euros desde 2022. Y el presupuesto estructural de Defensa para 2024 superará los 14.000 millones de euros, más del 2% del PIB, como exige la OTAN.
Frente a ello, la inversión española en cooperación internacional es solo del 0,28% del PIB, muy lejos del 0,7% comprometido internacionalmente. Es decir: por cada euro que destinamos a construir paz duradera, destinamos cinco a prepararnos para la guerra.
¿Qué pasaría si invirtiéramos tan solo el 2% del PIB no en rearme, sino en cooperación con los países más empobrecidos? ¿Cuántas guerras se podrían evitar? ¿Cuántas vidas salvaríamos? ¿Cuántas personas no se verían obligadas a migrar por hambre o conflicto?
El continente ha vivido en la última década un repunte de la desigualdad, especialmente tras la pandemia y la inflación posterior a la guerra en Ucrania. Millones de personas tienen cada vez más dificultades para acceder a vivienda, empleo o energía. Esta precariedad interna es terreno fértil para el populismo, el racismo y la erosión de las instituciones democráticas. En lugar de atender a estas causas profundas, el relato hegemónico busca enemigos externos.
Al mismo tiempo, se ignora que la falta de inversión en desarrollo en África, América Latina o Asia no solo perpetúa el sufrimiento humano, sino que alimenta fenómenos como la migración forzada. Personas que huyen de conflictos, del hambre o de la falta de oportunidades terminan siendo tratadas como amenazas, cuando, en realidad, son víctimas de un sistema global profundamente injusto. Desde el lenguaje postmodernista, que prima el relato frente a las causas, se habla de efecto llamada. Lo que hay detrás no son llamadas, sino gritos silenciados por la desigualdad, las guerras, el hambre, la desertificación o la falta de futuro.
Frente a la lógica del rearme, existe otro camino: invertir en desarrollo, en diplomacia preventiva y solidaridad global, en justicia fiscal global, en prevención de conflictos, en tejido social. Lejos de ser ingenuidad, es una política estratégica y realista para construir un mundo más seguro.
No se trata de asociar seguridad a rearme, sino de preguntarnos qué tipo de seguridad queremos: ¿la que se construye desde el miedo y la fuerza, o la que nace del respeto, la cooperación y la dignidad compartida?
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