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Ganar al infinito

1 de Abril del 2025 - Fernando Martínez Álvarez (Grado)

Bajo a la arena descalzo, con los pantalones arremangados y mojo los pies en la orilla, en la profundidad leve donde mueren las olas.

Camino hacia el este y algo más adelante un grupo de gaviotas descansan en la arena húmeda. Me voy acercando. Advierto algunos movimientos inquietos. Sus agudas miradas vigilantes calculan el nivel del riesgo, por mi proximidad. Represento para ellas el papel de ir caminando despistado: la conciencia ausente de su presencia. Y fijo la atención en las olas y sus intervalos, intentando que no se mojen las perneras. Creo que esto las tranquiliza un poco, aunque no abandonan su estado avizor...

Así que doy media vuelta y continúo el pediluvio en sentido oeste. Mi pensamiento se embrolla, dándole vueltas a la sorprendente capacidad de los animales para la alerta; plenamente sensibles, capaces de intuir, de darse cuenta antes aún de ocurra cualquier variación que pueda afectar a la realidad en sus proximidades.

No tengo conocimientos especiales sobre esa capacidad de estas aves. Y me doy a imaginar una posible existencia en ellas de algún extraño sensor, quién sabe, algo parecido al sistema de orientación que las palomas poseen en la base del pico para seguir las invisibles líneas del magnetismo terrestre. Pero... que en lugar de que sea el magnetismo lo que es captado, sea la atención; transmitida por algún desconocido tipo de fuerza o vibración. Conjeturo después que sean capaces de sentir cuáles sean nuestras intenciones. Por nuestros movimientos. Mi imaginación se agota; escapo del interior y me obligo a traerme a los sentidos.

He llegado al otro extremo de la franja de playa que la media marea ha permitido. Giro en un par de cuadrantes el sentido de mi caminar y con los empeines hago surcos con cada paso a las olas someras..., hacia el este de nuevo.

La pauta en la demora reiterada de las olas, reparar en que se toman su tiempo, hace que me aborde una idea definitiva... el estado de plena atención de las aves tiene que ser precisamente porque no tienen tiempo: posan en la arena o en la superficie del agua, vuelan o planean jugando con la intensidad del viento, pescan, se bañan..., pero lo hacen todo de forma íntegra, sin ninguna parte de sí mismas atendiendo algo diferente de lo que están haciendo, exceptuando su seguridad. Para ellas el tiempo no existe.

El hombre, con los nuevos modos de vida, con los distintos procesos que conforman su existencia, orientada siempre a un desarrollo ávido, se apartó de los ciclos naturales hace siglos. Perdió el contacto con la naturaleza; también como índice para medir el tiempo.

Según el momento de la historia, eso pasó a ser tarea de... el reloj de arena, la clepsidra, los diversos relojes de engranajes, los digitales... el atómico. De esta forma las exigencias del dios Progreso se ven satisfechas, al compás de las variadas divisiones ideadas, horas, minutos, segundos, milisegundos...

Unas particiones en segmentos cada vez más pequeños, minúsculos. Ínfimas fracciones de nada para intentar cuantificar de manera cada vez más precisa el devenir de algo... infinito.

Actualmente la fracción más pequeña en que se ha dividido el tiempo está cifrada en una-billonésima-de-mil-millonésima-de-segundo; cuya representación en números es un cero, una coma, seguida de veinte ceros y uno.

Un instante que se hace difícil de imaginar, aún viéndolo en su expresión aritmética.

Menos mal que las matemáticas son capaces de llegar más allá del allá. Incluso de la realidad oculta a nuestros sentidos.

No concibo las razones para nuestro afán medidor hasta extremos tan sorprendentes. Aunque es de suponer que tiene que sentir cierto orgullo quien consigue esos logros: traspasar los límites, vencer el reto, conseguir un hito...

El avance de la tecnología permite ir ganando terreno a lo desconocido. Y los propios avances tecnológicos precisan de sistemas de medición cada vez más afinados, más sutiles, para su correcto funcionamiento.

Hace veinticinco siglos que Aristóteles dejó dicho que “El infinito no es un estado estable, sino el crecimiento mismo”.

Pero a lo largo de la historia ha sido un deseo permanente del hombre ganar al infinito, a la Naturaleza; a ese “infinito aristotélico” que es la Naturaleza por ser el crecimiento mismo.

Aunque Ella no utilice reloj atómico, siempre llega a tiempo.

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