Guerras, odios, ¿por qué? Una propuesta a nivel personal
No voy a hablarte de guerras. Son evidentes. Además, ¡hay tantas! Si solo fueran las de Ucrania y Gaza... Tampoco lo haré sobre aranceles y menos aún hablaré de Estados Unidos, Rusia, China o la Unión Europea. Ya corren ríos de tinta al respecto. Además, no solo me indigna ver los hemiciclos o foros políticos convertidos en escenarios teatrales cuando no circenses –que dan más vergüenza que risa, dicho sea de paso–, sino cuando pienso en las mentiras que subyacen bajo el montante del dinero de los contribuyentes, igual da el país o el color político, aunque nuestros políticos se “lleven la palma”.
Me gustaría trazar los rasgos de esa actitud que origina y alimenta las guerras, los odios y enemistades, también las que se libran a nivel familiar, profesional o social. ¡Cuántas personas de una misma familia no se hablan o se distancian por una herencia! ¡Cuántas cortan relaciones por un malentendido y albergan en su corazón rencores o recelos que echan raíz y con el tiempo son imposibles de arrancar! No digamos las pugnas que se crean en los departamentos universitarios, servicios médicos o entre quienes detentan el codicioso poder del que solo es –como reza el refrán– “cabeza de ratón”.
Quizás hayas adivinado de qué se trata o te preguntes sin encontrar respuesta. Hoy quiero hablar de la soberbia, esa condición de la persona que se cree –según define la RAE– superior a los demás, y actúa de manera arrogante y despreciativa.
Los sinónimos de este pecado, llamado capital, causante del primer fratricidio de la historia –el que nutrió los celos de Caín contra Abel–, son numerosos y dibujan sus distintas facetas: altivez, orgullo, inmodestia, presunción, altanería, arrogancia, vanidad, envanecimiento, engreimiento, jactancia, suficiencia, fatuidad o endiosamiento. ¿Quién no se vio encarnando varios de estos perfiles algunas veces?
El autor Fernández Carbajal describe las manifestaciones de la soberbia, presentes en todos los aspectos de la vida: “Nos hace susceptibles e impacientes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, luces, dificultades y sufrimientos. Inclina a compararse y creerse mejor que los demás y a negarles las buenas cualidades. Hace que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, o no nos obsequian como esperábamos”.
“Contra soberbia, humildad”, así tituló Alba y Peña una de sus obras de teatro menor, porque así es. Frente a esa actitud prepotente e impositiva está una virtud grande, recia, que para Gracián era la única base sólida de las demás virtudes, asegurando que "A más elevación, más humildad", porque cuanto más alta sea nuestra posición, más necesario es practicar la humildad. En cualquier tipo de liderazgo, da igual que sea político, empresarial, docente o el de unos padres de familia, es preciso en ocasiones bajarse del pedestal, reconocer las contribuciones de los demás y trabajar en colaboración con el equipo. No hay otra para lograr un éxito conjunto.
En cualquier tipo de liderazgo es preciso en ocasiones bajarse del pedestal, reconocer las contribuciones de los demás y trabajar en colaboración con el equipo
Además, la humildad nada tiene que ver con la actitud timorata o apocada del que baja la mirada y procura pasar inadvertido. Quizás muchos tengan por tal lo que solo es una mala caricatura. No. La humildad es virtud fuerte y transparente, que sabe mirar a la verdad de frente, asumiendo la propia realidad, procurando potenciar los talentos o enmendar los yerros, porque nadie es perfecto.
La humildad acorta distancias, sanea los corazones, facilita encuentros, alumbra rectificaciones, se abre a la crítica constructiva, es muy libre y siempre procura aprender de los demás. En su día a día, el humilde tiende manos, derriba muros, arrima hombros, ayuda cuando se necesita, se mete en los zapatos del otro valorando su esfuerzo, al tiempo que respeta y no juzga. También, cuando toca, perdona o pide perdón.
Por ello, el que así actúa no se achica o renuncia a sus derechos, al contrario: el humilde no solo crece como persona, sino que gana en reputación y, sin buscarlo, su actuación se asemeja a la del rey de la mitología griega, el rey Midas, que convertía en oro cuanto tocaba.
Termino con la propuesta. Quien procura la humildad acaba poniendo fin a las enemistades y a las guerras: las grandes, que laceran gran parte del mundo, y también las domésticas, que a veces se libran silenciosamente. De ahí su poder, al alcance de cualquier fortuna.
Carmen González Casal
Oviedo
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