¡Qué injusta es, a veces, la vida!
Eso fue lo que pensé al ver a José Luis Iglesias Riopedre y a María Jesús Otero ir camino de la cárcel, y lo sigo pensando ahora, cuando el arresto se prolonga contra el sentido común.
He trabajado como funcionaria con ambos, muy especialmente con José Luis, primero cuando fue jefe de Programas Educativos, y luego ya como consejero. He conocido su comportamiento, como altos cargos, hasta donde mis funciones me lo han permitido, y, como personas, hasta donde el prolongado trato diario dentro, pero también fuera del lugar de trabajo, lo han propiciado. En ese conocimiento cercano se funda mi firme convicción de que no se merecen lo que les está ocurriendo.
La austeridad y el aspecto descuidado que todo el mundo reconoce en José Luis Iglesias no es fruto de la dejadez sino de la manifestación externa de convicciones profundamente arraigadas acerca del modo de estar e el mundo; un modo de ser absolutamente incompatible con la búsqueda del enriquecimiento personal.
Por su parte, el patrimonio y la extraordinaria generosidad de María Jesús son muy anteriores a su llegada a puestos de responsabilidad en la Administración regional.
Nada que ver, pues, con otros asuntos que se investigan, donde sí parece que alguien se estaba llevando el dinero de todos a su cuenta particular.
Estoy convencida de que, en lo que respecta a estas dos personas, la montaña acabará pariendo un ratón. Por eso su encarcelamiento no me remite a la idea de justicia sino a su contraria.
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