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¿Una reencarnación azarosa?

30 de Abril del 2025 - Fernando Martínez Álvarez (Grado)

En los últimos días "la" he cruzado varias veces. Pero no me dejo engañar por el azar, nunca he creído en las coincidencias. Tampoco en las reencarnaciones, ni en esas sincronicidades, sobre las que Carl Jung, ese psiquiatra suizo, tanto pontificó. Me parecen un fraude.

Es verdad que a veces se dan encuentros que a la gente le gusta dotar de significado trascendente, pero yo no creo que algo así pueda estar más allá de ese límite de la certeza absoluta que establece la probabilidad matemática.

(Prueba a acercarte a una pizarra, muerde la lengua y atízale una correcta retahíla aritmética; será larga sí, por los datos numerosos a aportar a la ecuación, pero a cambio de esa labor te proporcionará un resultado satisfactorio, sin asomo de duda, un cálculo atinado sobre la eventualidad del supuesto que has postulado. Las matemáticas son así de estrictas, inflexibles y rigurosas).

Sin embargo, todo eso de las coincidencias reveladoras, la confluencia cósmica generadora de significado, de conexión profunda... me parece literatura esotérica disfrazada de psicología, que..., en fin, yo desde luego a Jung, ni caso.

Pero esos encuentros con "ella", de los que te hablaba al principio, han hecho a mi ánimo asentarse en una insufrible incertidumbre. Y no debida a su figura grácil o a la negra y profunda mirada de sus ojos, siempre colmados por una generosa máscara de rímel. No. Es debido a su identidad.

He llegado a esa conclusión mientras espero que el sensor de la puerta de la tienda de alimentación haga su trabajo y me franquee la entrada..., elijo un poco de vino, algo de queso, unas patatas gallegas y unos tomates. Al ponerlo todo en la cinta de arrastre de la caja registradora mi vista tropieza con su mirada verde... y ese antifaz negro. Intento un arranque de simpatía, al comprobar que no hay más clientes esperando.

"Muy oscuro lo tienes que ver todo...".

Me mira, da un soplo de aburrimiento y mira al techo con resignación...

"Con este trabajo, puedes hacerte una idea...".

Desisto de hacer aclaraciones de índole cosmética.

"Bueno, mujer, en seguida será la hora de salir".

Entonces, fijamente, desde su mirada verde "enmarcada de carbón" me dice en un susurro... "A las nueve, en la puerta de atrás".

En el bar de enfrente del callejón trasero suena la sintonía del telediario segunda edición, mientras derecho como un álamo allí estoy aguardándola.

Y algunas horas después me despierto tras una noche de sueños inquietos y agitados. Miro a mi lado y solo veo las arrugas de la sábana, en la parte de la cama que ella ocupó anoche.

Un té en la cocina es lo único que mi cuerpo tolera: estoy totalmente destemplado. A cada trago, una sucesión de imágenes aparece en mi cabeza: carros de guerra y caballos, pirámides, serpientes, sacerdotes de Isis, flechas... y polvo, mucho polvo del desierto.

Más tarde, tras el trabajo, paso por la tienda. Necesito comprar algunas cosas. No tengo muchas ganas de verla, pues con solo venirme "ella" a la memoria se repite en mi mente el flujo imparable de imágenes del mundo egipcio de hace más de dos mil años. También el malestar general del horrible desasosiego que sentí.

Me asalta la idea de que esta mujer pueda ser una bruja, una hechicera viajada a través del tiempo desde la Antigüedad... para Dios sabe qué. Quizá para que partes de su memoria, flashes de sus recuerdos, se apoderen de mi mente... para Dios sabe qué.

Voy a casa solo a dejar la compra, porque sé perfectamente que después seguiré la sugerencia que "ella" me ha susurrado en la caja: "A las nueve, en la puerta de atrás". Puntual y derecho como el álamo allí me tendrá de nuevo.

Dos meses después de efusiones carnales reiteradas y abundantes, las consiguientes pesadillas insufribles y mi salud en un claro declive entro en la tienda a comprar...

"Te llama la encargada, Cleo", escucho decir a una de sus compañeras. Y repentinamente soy consciente de que en todo este tiempo nunca llegué a saber su nombre.

Olvido la compra, tampoco aguardo su seductor susurro de cita... y corro a la biblioteca. Me siento ante un ordenador y pido al buscador que muestre nombres para el hipocorístico "Cleo". Esta es la respuesta:

Cleofe, Cleonice, Cleotilde y Cleopatra.

El último me transporta al momento a las vívidas representaciones de mis pesadillas. Pido "Cleopatra" a la computadora y leo todo lo que aparece acerca de ella en los enlaces que se me presentan: descubro la destacada inteligencia de aquella mujer, su amplia cultura, su magnetismo personal, su fascinación por las serpientes, incluso su posible suicidio por una mordedura de áspid; el duro sometimiento del pueblo egipcio por el ejército romano y la venganza que ella urdió para retener y hacer crecer su poder: enamorar a los dos mejores generales, invasores de su territorio, y concebir hijos de ambos.

Noto que mis pensamientos paranoides se multiplican rápidamente, como los huevos en la puesta acuática de una rana, tras mis comprobaciones sobre la capacidad maquiavélica de esta mujer.

Unas semanas después, llego a casa acongojado y al girar la llave advierto que la cerradura no estaba echada. "Ella" debe de estar en casa: hace unos días que tiene su propia llave.

Dentro digo su nombre en voz alta y nadie contesta. Nadie en la sala, tampoco en la cocina. Me asomo a la habitación y la veo desnuda, echada en la cama, arrullando y acariciando los movimientos sinuosos de una serpiente. Mujer y ofidio parecen adorarse.

Ahora ya no tengo dudas sobre su nombre.

Y sobre el mío... ojalá que fuera Julio César o Marco Antonio, aún me quedaría alguna posibilidad de control.

Pero tengo claro que la muerte aguarda...

Por ella, o por mí.

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