Reflexión sobre el apagón
El lunes vivimos algo extraordinario, este apagón inesperado nos sumió en la incertidumbre, pero también nos regaló algo inusual: tiempo. Tiempo sin prisas, sin pantallas, sin ruido de electrodomésticos, de repente, las calles se llenaron de vida de otra época.
Los niños, libres de consolas y móviles, salieron al parque a jugar como hacían generaciones atrás: al escondite, a la pelota; los quinceañeros, tumbados en la arena de la playa, hablando entre ellos y haciéndose bromas; los mayores, sentados en los bancos, observaban cómo los vecinos habían "tomado las calles"; Vecinos que apenas se saludaban de paso se detenían a conversar, y casi todo el pueblo salió a pasear, a disfrutar de sus rincones.
El único bar con electricidad, gracias a un generador de corriente, tenía su terraza a rebosar de gente. Allí, entre risas y cervezas, un grupo de dominicanos comentaba entre risas: "Esto nos recuerda a nuestro país, donde los cortes son cosa de cada día". Su comentario me hizo reflexionar: mientras para ellos y para otros muchos países, esto es parte de su rutina, para nosotros ha sido un hecho excepcional que nos ha descolocado, pero ha sido un respiro involuntario, un recordatorio de que la vida puede ser más lenta, más humana.
Con el restablecimiento del servicio eléctrico, todo ha vuelto a la "normalidad": persianas bajadas, miradas en móviles, y vuelta a la rutina. Pero por unas horas, el apagón nos mostró lo que hemos perdido: la calle como espacio de comunidad y el tiempo sin prisas. Quizá deberíamos apagar más a menudo las luces... para encender lo importante.
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