El apagón que encendió algo más que las luces
Durante varias horas, nos quedamos sin luz. Sin previo aviso, se detuvo la electricidad, y con ella, buena parte del mundo tal y como lo conocemos: semáforos apagados, supermercados colapsados, móviles sin señal, cajeros fuera de servicio y personas desorientadas, literalmente, sin saber cómo volver a casa sin un GPS que las guiara.
El primer sentimiento fue el desconcierto. La tecnología falló, y con ella, nuestras rutinas más básicas. Oficinas detenidas. Comercios cerrados. El silencio se instaló en calles habitualmente ruidosas. Y, curiosamente, ese silencio dio paso a algo inesperado.
En Oviedo, Gijón, Avilés, y tantos otros rincones de nuestra comunidad, la gente salió a la calle. No solo por necesidad, sino por un impulso que llevábamos tiempo olvidando: el de estar con otros. Se habló con los vecinos, se ofreció ayuda, se compartieron linternas y anécdotas. En ausencia de tecnología, emergió lo esencial.
Sin semáforos, no hubo apenas incidentes destacables. Conductores y peatones se entendieron con miradas y gestos. Sin móviles, volvimos a conversar. Sin pantallas, miramos el cielo. Algunos leyeron a la luz de una vela, otros pasearon sin prisa. Por unas horas, nos detuvimos y respiramos.
Y es que este apagón no fue solo una avería eléctrica: fue un espejo incómodo. Nos mostró nuestra dependencia extrema de sistemas que no controlamos. Pero también, nuestra capacidad para adaptarnos cuando todo se detiene. El contraste fue revelador: de la ansiedad al inicio, pasamos a redescubrir la calma, el trato humano, lo cotidiano sin filtros.
Desde una perspectiva más práctica, el apagón deja varias lecciones claras. La primera: la necesidad de estar preparados para lo inesperado. La segunda: que la resiliencia no puede basarse únicamente en tecnología, por muy avanzada que sea. Y la tercera, quizá la más importante: que cuando todo falla, lo que realmente nos sostiene no son los cables, sino las personas.
En un mundo cada vez más rápido, hiperconectado y automatizado, esta pausa forzada nos recordó que todavía sabemos vivir de otra forma. Que el contacto directo no está obsoleto. Que el tiempo compartido sin notificaciones sigue teniendo valor. Que no necesitamos WiFi para estar conectados... al menos entre nosotros.
Ojalá no necesitemos otro día sin luz para recordarlo.
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