La falacia progresista en la Iglesia católica
Sexo y muerte son la cara y la cruz de una misma moneda, principio y final, alfa y omega. Ambas razones de la vida son tratadas desde los púlpitos como materia religiosa, pero con objetivos distintos. Mientras el sexo queda supeditado a la procreación dentro de la institución matrimonial, fuera de ella es motivo de culpa susceptible de confesión y arrepentimiento. Remordimiento con la boca pequeña pues la naturaleza es demasiado poderosa como para frenar sus instintos. La muerte, es la paradoja de la vida espiritual, vida más allá de la existencia terrena siempre que ésta te encuentre debidamente limpio de impurezas mundanas. Muerte y sexo, por distintas razones, son tabúes ancestrales difíciles de abordar en toda su dimensión como materia de conocimiento debido a que su tratamiento despierta miedos e intransigencias ideológicas y dogmáticas.
Es cierto que nadie nos prepara para la muerte, entre otras razones porque la ciencia educativa no sabría establecer el momento idóneo para desarrollar tal pedagogía dentro de una enseñanza reglada y obligatoria, dado que el abandono de la existencia puede pillarnos por sorpresa de mil formas distintas y a edades donde la muerte no es admitida como una posibilidad. Tampoco nadie nos enseña a envejecer sin temor a una enfermedad dolorosa y definitiva, cada cual lo lleva como puede y casi siempre dentro de la intimidad más absoluta. Hay quienes, como Ofelia, la enamorada del príncipe Hamlet, angustiados por el temor insoportable de lo inevitable, optan por la radicalidad del suicidio quitándose la vida para de paso quitarse el temor a la muerte. Solo la Iglesia Universal, de una forma, en ocasiones tangencial y en otras absolutamente descarnada, tiene entre su cometido evangélico la pedagogía trascendental en modo de psicología esperanzadora. También la filosofía epicúrea, unos cuantos siglos antes de que Jesucristo amaneciese en Belén, encuentra itinerario para la vacuna contra el lógico temor al más allá: "El peor de los males, la muerte, no significa nada porque, si somos, la muerte no es, y si la muerte es, no somos". Entonces por qué preocuparse.
Es fácil creer en la existencia de Dios, o al menos mantener una duda razonable no excluyente. Son tantos y tan fantásticos los interrogantes existenciales, incluso entre la comunidad científica, que puede abocarnos al pensamiento metafísico como explicación última a ese principio de incertidumbre. Más difícil es admitir, de forma tímidamente racional, el núcleo teológico sobre el que gravitan las verdades reveladas por Dios dentro de la fe cristiana católica. Que Dios sea uno y trino, para el entendimiento humano sin ataduras doctrinales ni obligaciones dogmáticas, parece más un rasgo diferenciador con otras religiones monoteístas que una verdad revelada. Sobre todo, porque tanto el Antiguo Testamento, confeccionado (a partir de la transmisión oral), por un número indeterminado de personajes bíblicos (incluso con intervinientes de carácter anónimo), como el Nuevo Testamento, menos severo y más acabado desde el punto de vista narrativo y estilístico e igualmente historiado por el hombre, parecen relacionarse, el primero, con la necesidad de inculcar un sentimiento etnicista y poner orden en la vida social y colectiva del pueblo judío, bajo el temor siempre efectista a un ente supremo vengativo y el segundo, en la intención más poliédrica y didáctica de dotar el catolicismo de asideros sobrenaturales al tiempo que humanos, donde reflejar virtudes fácilmente entendibles para una humanidad dispuesta a creer a la vez que necesitada de cierta dosis de espiritualidad.
La Iglesia católica ha tenido más de dos milenios, cerca de 300 encíclicas papales, publicadas desde el siglo XVIII y 21 concilios ecuménicos, entre otros, para dotarse de argumentos explicativos, más o menos convincentes, hacia cualquier interrogante bíblico y socio-doctrinal o dogmático que surja de una mente abierta e inquisitiva. Seguramente, este poderío intelectual de la Iglesia, secuestrado y custodiado durante siglos entre muros conventuales, junto al temor humano del más allá y la diseminación urbi et orbi del inmenso poder patrimonial y cierto grado de influencia en las más altas esferas políticas y sociales, puedan dar explicación a la pervivencia milenaria de una Iglesia católica trufada de escándalos vaticanos, tres grandes cismas, luchas políticas de poder, mentiras abyectas y acoso y derribo de miles de almas tiernas e inocentes desde sus instituciones diocesanas y pedagógicas.
Excesos verbales cargados de odio ideológico como el de esos curas (que dicen serlo de pueblo), de "La sacristía de la Vendée", autodenominados, con cierta dosis de soberbia jactanciosa liberada de prudencia cristiana, contrarrevolucionarios, que tanto rezaron por el papa para que éste pudiera visitar el Cielo cuanto antes, reflejan con ello un sentimiento exclusivista y patrimonialista de Dios, contrario al Catecismo de la Iglesia católica y al servicio de sus bajezas morales. O la intolerancia represiva y selectiva de la ortodoxia ultracatólica de Abogados Cristianos, que pretende hacer de la liturgia su instrumento político y de la Iglesia un estamento medieval donde todos estemos sometidos a su vasallaje. Son estas y otras acciones, más o menos inquisidoras e inquietantes por extremas e irracionales, las que hacen percibir a la Iglesia moderada y verdaderamente cristiana, como el sector progresista de una institución en la cual sus conferencias episcopales, demasiado a menudo, parecen echar en falta viejos vicios de terror psicológico plasmado en la fuerza coercitiva del anatema. La homosexualidad fuera del entorno eclesial, más permisivo con los suyos, acogidos bajo el opaco y contranatural manto de la abstinencia sexual, es vivida por el creyente laico de esta condición, como una enfermedad maldita avalada por ciertas diócesis, para la que se ofrecen remedios obsesivos que ponen en grave riesgo su salud mental.
La Iglesia es un poder fáctico que, como todos los que hoy rigen en los estados liberales, se aleja bastante del progresismo. Decir que el papa Francisco era hombre de ideología progresista es llevar demasiado lejos el contraste de ambos pensamientos, el teológico y el sociopolítico (caracterizado por servir de revulsivo social), a la vez que reafirma la proverbial pereza que rige históricamente los avances sociales dentro de esa gigantesca institución universal y jerarquizada que es la Iglesia católica, así como aviso para navegantes no vayan a desviar de nuevo el secular rumbo ultraconservador ahora que la fumata blanca está a punto de acercar a la silla de Pedro un nuevo inquilino. No son pocos quienes pretenden una Iglesia acorde con los nuevos pero viejos tiempos de inmoderación regresiva a la obscuridad de la caverna. Incluso hay cardenales que, interpelados sobre la continuidad reformista y revitalizadora en la Iglesia católica, no descartan un nuevo cisma si el Sumo Pontífice elegido continúa los pasos emprendidos por el papa ya difunto. Francisco fue un hombre que hasta donde pudo ha sido consecuente con la doctrina cristiana sin falta de añadidos de carácter político.
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