El desprecio a nuestros mayores es desprecio a uno mismo
Estamos viviendo una crisis de humanidad. Por más denuncias que se acumulen sobre residencias de ancianos con condiciones insalubres, falta de alimentos adecuados o ausencia de cuidados esenciales, seguimos tolerando lo intolerable. ¿Cómo es posible que aún se concedan licencias a negocios que se lucran con la vejez sin exigir inspecciones rigurosas y permanentes?
En un país donde se protege más un huevo de golondrina que a una persona mayor, algo está profundamente roto. Se penaliza con dureza abandonar a un perro -y está bien que así sea-, pero se mira hacia otro lado cuando se abandona a una abuela en una residencia sin supervisión, sin cariño y sin dignidad.
El maltrato no siempre tiene forma de golpe. A veces se presenta como indiferencia. Y, en muchos casos, los primeros responsables de este abandono no son los cuidadores, sino los propios hijos e hijas. Los mismos que, por comodidad, miedo o desidia, dejan de visitar a sus padres. Que no preguntan, que no se interesan, que no se convierten en los inspectores cotidianos que toda residencia necesita. Porque, si no estamos presentes, si no observamos, si no exigimos, nadie lo hará por nosotros.
Claro que hay situaciones en las que es imposible cuidar personalmente a un familiar mayor. Pero eso no exime del deber de estar. De acompañar. De vigilar que el trato que reciben nuestros seres queridos sea digno y humano. Porque no basta con pagar una cuota mensual: hay que estar ahí, mirarles a los ojos, preguntar cómo están, y exigir respuestas.
Este desprecio a la vejez, esta deshumanización institucional y familiar, nos retrata como sociedad. Nos creemos eternamente jóvenes, como si la vejez no fuera a alcanzarnos. Pero lo hará. Y cuando lo haga, ¿quién velará por nosotros?
Debemos exigir leyes claras:
Ninguna residencia debe funcionar sin inspecciones periódicas y transparentes.
El maltrato, físico o psicológico, debe ser castigado con penas reales de cárcel, sin paliativos.
La responsabilidad familiar debe dejar de ser moral y pasar a ser socialmente exigible.
No es aceptable seguir permitiendo que nuestros mayores vivan sus últimos años en el olvido. No es humano. No es justo. Y, sobre todo, no es inevitable.
Reaccionemos antes de que sea demasiado tarde. La forma en que cuidamos a nuestros mayores habla de lo que somos. Y, ahora mismo, lo que muestra el espejo es aterrador.
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