Fronteras abiertas, ¿solidaridad o amenaza encubierta?
Durante décadas, la inmigración ha sido presentada como una oportunidad de enriquecimiento cultural y desarrollo económico para los países receptores. Y en muchos casos, lo ha sido. Sin embargo, cuando ocurre sin control, sin criterios claros ni políticas efectivas de integración, puede transformarse en un factor desestabilizador, con consecuencias profundas para la seguridad, la cohesión social y los valores que sostienen una nación.
Hoy presenciamos un fenómeno preocupante: ya no se trata únicamente de personas que buscan trabajo o mejores condiciones de vida. En ciertos contextos, se ha generado una expectativa de acceso inmediato a ayudas sociales, sin una exigencia real de integración ni compromiso con la cultura local, con lo que conlleva de efecto llamada. Esto provoca una sensación de desigualdad entre quienes han contribuido durante años al sistema y quienes acceden a sus beneficios sin las mismas obligaciones, generando tensiones sociales cada vez más visibles.
Pero el problema va más allá del plano económico. La inmigración masiva y no regulada modifica el rostro de ciudades enteras. En algunos barrios de grandes urbes europeas (y cada vez más en nuestras propias ciudades) la convivencia se resiente. Surgen focos de tensión donde la adaptación cultural es escasa o nula, y donde se impone una forma de vida ajena, cuando no abiertamente contraria, a los principios democráticos y libertades individuales que definen a las sociedades occidentales.
Los ejemplos están a la vista: zonas en París, Bruselas o Londres donde la integración ha fracasado, y donde la presencia del Estado de derecho es débil. Convertir aeropuertos en alojamientos improvisados o no poder ofrecer vivienda asequible a los propios ciudadanos mientras se mantiene una política de puertas abiertas es una contradicción difícil de justificar. La solidaridad mal entendida puede terminar generando exclusión y conflictos.
Aún más preocupante es el aumento de delitos violentos cometidos por jóvenes inmigrantes, a menudo provenientes de entornos donde el respeto a la mujer, la libertad religiosa o la diversidad de pensamiento no son valores predominantes. No se trata de criminalizar a colectivos enteros, sino de reconocer que existen riesgos cuando no se filtra ni orienta adecuadamente la llegada de personas desde culturas profundamente distintas, que, por razones que todos intuyen, no emigran entre ellos.
Europa no puede permitirse ignorar esta realidad por temor a ser acusada de intolerancia. Proteger nuestras leyes, nuestros valores democráticos y nuestra identidad cultural no es una expresión de odio, sino de responsabilidad. La solidaridad no puede ser ingenua ni desprovista de límites. A fe de ser tachado de xenófobo, diré que la inmigración de países de habla hispana, con raíces culturales y religiosas afines, no provoca esta incertidumbre y sensación de invasión intercultural actual. Debemos ser acogedores, generosos y respetuosos con quienes vengan a aportar y a convivir con las mismas normas y valores de la sociedad que hemos construido. También debemos ser solidarios con esos otros que intentan huir de tiranías, guerras y conflictos. Pero todo bajo un límite regulado y controlado. Vean si no el turismo invasor en ciertos lugares de España, llega un momento que resulta más perjuicio que beneficio; así ocurrirá con la inmigración descontrolada, muy pronto no sabremos ponerle límite y solución. Mal para ellos, mal para nosotros.
Por eso, resulta urgente una política migratoria firme, basada en el respeto a la legalidad, la exigencia de integración real y la defensa innegociable de los principios que han hecho de Europa un espacio de libertad, igualdad y progreso. Abrir las puertas sin control es ceder el futuro a quienes podrían no compartir ni respetar esos mismos valores. Y una nación que no defiende su identidad acaba por diluirla e incluso destruirla.
España es un país de emigrantes, por eso mismo debemos ser solidarios con quienes vengan aquí, pero nuestro firme compromiso solidario no puede convertirnos en mojigatos estúpidos. Debemos proteger nuestras fronteras, no hacerlo sería como vivir en casa sin puertas, ventanas y cerradura. ¿Por qué cierran con llave su puerta? Pues eso.
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