No es delito odiar a los adoctrinadores
Ni siquiera es pecado. Da igual que sean articulistas o tertulianos. Y si lo fuese, ya llevamos suficiente penitencia con tropezarlos un día sí y otro también y por mucho que tratemos de evitarlos, porque sus sudoraciones se cuelan sin necesidad de porosidades y atraviesan cualquier material y del espesor que sea. Son los inextinguibles sembradores de la verdad, los que, una vez alcanzada la perfección personal, tratan de contagiarla al mundo a través de la pluma o la palabra, lanzándola a la cara de los que no circulan en el mismo sentido de su marcha. Y aún son peores los que ocasionalmente deslizan pequeños amagos de imparcialidad u objetividad, pretendiendo asumir una pequeña parte de la verdad del otro, utilizando el recurso bobo de cuestionar cositas de los suyos; ese tipo de misticismo (no levitan en el vacío sino protegidos por la red de sus propios egos o intereses) añade cursilería a su innegociable prédica, aunque tienen como constante el tachar de radicales a los otros, y así un afirmacionista de las causas del cambio climático se estima a sí mismo como menos radical que un negacionista, como un moderado. Y en los casos claros de corrupción que afecta a los suyos se limita a plantear preguntas o dudas que debe resolver el lector, y de esa manera no daña su inmaculada blancura ni ofende a los de su banda. Y hasta hay quien tiene barra libre en la primera página de cualquier diario, en donde cada día incrusta su propio editorial, confundiendo a los lectores que no saben si verdaderamente es suyo o es el que marca la línea ideológica del propio (valga la rezunzancia, como diría el gran Millán Salcedo) diario.
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