Carta de una maestra que se jubila
Me llamo Marta María Álvarez Álvarez, y el 1 de septiembre dejaré el aula después de 40 años. Lo hago con gratitud... y una mochila de certezas que quiero compartir, porque la primera certeza es que quien se ha jubilado ha tenido mucho que contarme y sus consejos se han mantenido en mi memoria sin desaparecer.
Lo que amé y defenderé siempre:
-Amo haber vuelto tras el cáncer para "abrazar un último curso", confirmando que el aula era mi lugar. Amo ese instante en que un niño te mira al fin entendiendo una fracción, o cuando una familia que desconfiaba se convierte en tu aliada y deja de ser absentista. Amo haber aprendido que la autoridad no se impone: se gana con rigor y escucha.
-Duele ver cómo la burocracia ahoga tiempo que debería ser para los niños, duele, pero no como un monstruo lejano porque es un círculo que nos atrapa a todos. A quienes están en las oficinas, obligados a pedir papeles que justifican su trabajo. A quienes estamos en el aula, cumpliendo mecánicamente sin parar a pensar: ¿podríamos hacer esto mejor si lo viéramos como una herramienta y no como un castigo? Menos exclusivas significan más estrés, menos miradas a los ojos, más informes rellenados corriendo. Llegamos a una verdad incómoda porque todos perpetuamos el ciclo: firmamos, sellamos y archivamos sin preguntarnos ¿para qué sirve esto?
¿Podría simplificarse? Al final, la burocracia nos divide (administración y aulas) cuando deberíamos unirnos alrededor de lo único importante: educación, niños y niñas.
-Duele que las huelgas, con toda su razón de ser, a menudo terminen dejándonos más exhaustos que verdaderamente escuchados. Duele especialmente cuando, tras décadas en esto, he aprendido que los cambios profundos no nacen de la imposición -ni desde arriba ni desde las protestas-, sino del cultivo paciente de consensos. El mismo sistema que pregona la innovación sigue premiando más los informes cumplimentados que los besos enjugados tras un conflicto en el patio; más los protocolos firmados que las horas robadas al recreo para escuchar a ese niño que nadie entiende.
¿Cómo podemos hablar de innovación cuando se quiere extender como un decreto, sin el tiempo necesario para implicar, debatir, formar? La experiencia nos muestra que innovar de verdad requiere lo contrario: escuchar aunque duela, ceder cuando sea justo, colaborar incluso con quien piensa distinto. Como bien enseñaba Voltaire -y cualquier maestro de Infantil que haya mediado entre dos niños peleando por un lápiz-: 'Estoy en desacuerdo con tus ideas, pero daría gustoso la vida por defender tu derecho a expresarlas'.
Ahí reside nuestra paradoja: luchamos por una educación mejor, pero a veces reproducimos en nuestras formas de protesta los mismos errores que denunciamos. Las huelgas son necesarias, sí, pero no suficientes. Necesitamos construir puentes incluso mientras alzamos la voz. Porque, al final, los derechos no se defienden solo en las calles, sino también en las salas de profesores donde se siembra la paciencia, en las aulas donde se practica cada día eso que llamamos inclusión pero que no es más que la capacidad de decir 'te veo' a quien piensa distinto.
Por eso, al irme, pido tres cosas:
1. Más miradas a los ojos: que la Consejería valore el tiempo que "pierde" el profesorado en lo "innecesario" -en consensuar, en cuidar-, porque sí, educamos mientras ayudamos a conciliar. Y conciliar no es vigilar patios como ollas a punto de hervir, sino respetar las necesidades de la infancia con la experta delicadeza de quien sabe que cada minuto de recreo es también currículum oculto. Es entender que al recibir a las familias con sus prisas y sus miedos, estamos enseñando a los niños cómo se construye comunidad. Conciliar es entender los modelos de crianza, los sistemas de vínculo familiar, es respeto a la diferencia y es intervención educativa especializada siempre con la infancia y también colaborando con la familia.
2. Más conversaciones que germinen: mesas de diálogo donde no solo se escuchen, sino que se incorporen las voces de quienes están cada día en el aula. Donde veteranos y noveles, inspección y orientación diseñemos juntos con la humildad de quien sabe que educar es siempre una obra coral.
3. Diversidad vivida, no firmada: celebrar las diferencias no como un protocolo más que
cumplimentar, sino como el pan de cada día que alimenta nuestras aulas. Con colaboración del profesorado especialista necesario y escuchando las recomendaciones del departamento de orientación. Porque en esos momentos -cuando un niño se siente visto en su singularidad- es cuando realmente estamos educando.
Me voy orgullosa: en mi caso mi salario nunca definió mi prestigio. Lo hicieron las manos que me saludaban, los exalumnos que me invitaron a sus graduaciones de Bachillerato seis años después de haber sido su maestra, las estudiantes de Magisterio que aprecian el legado que comparto en tutorías de la UNED, el premio recibido por ayudar aprendiendo al lado de alguien con TDAH y la certeza de que "Asturias se construye también desde las aulas". A quien me releve, me atrevo a recomendarle: implícate, observa, ama el caos de los patios... Y recuerda que, al final, los niños y niñas olvidarán tus notas, pero recordarán cómo les hiciste sentir.
Marta María Álvarez, maestra próximamente jubilada pero implicada
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