La condena de no esconderse
Se habla mucho de la importancia de dar la cara, pero poco del precio de hacerlo. A quienes nos hemos expuesto públicamente -no por ambición, sino por conciencia-, se nos cobra caro. En mi caso, me he acostumbrado a los insultos en redes cada vez que intento debatir con seriedad. En Asturias, donde nací y donde he intentado construir también, la fama ha sido un peso más que un trampolín. Me ha cerrado puertas laborales y ha alimentado desprecios silenciosos.
No hablo desde el victimismo, sino desde la constatación: la sociedad que aplaude el coraje en abstracto suele castigar a quien lo encarna. La exposición pública convierte a las personas en caricaturas. Y si tu discurso incomoda, peor aún: te reducen a un cliché, a un apodo, a una sospecha constante.
A veces, me he preguntado si merecía la pena. Si valía el esfuerzo. Si no habría sido más fácil bajar la voz, volver al anonimato, limitarme a pensar sin decir. Pero luego recuerdo lo esencial: yo no me expuse por capricho, ni por pose. Lo hice porque creo que hay temas -como el trabajo sexual, por ejemplo- que merecen ser abordados con valentía, sin moralinas ni consignas vacías.
Y porque creo que Asturias, como cualquier lugar que se dice libre, necesita voces diversas. Incluso -y sobre todo- cuando incomodan.
Sigo aquí. Más tranquilo, quizás. Pero también más claro. Sin disfraz.
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