Cuando la buena intención destruye el empleo
Vivimos rodeados de contradicciones. Defendemos salarios dignos, empleos regulados y condiciones laborales justas. Pero al mismo tiempo, llenamos nuestros carros en tiendas low-cost, usamos ropa fabricada en Asia a precios irrisorios, compramos productos importados elaborados en condiciones que aquí consideraríamos explotación. Lo que no vemos no nos molesta. Y mientras tanto, exigimos que todo en nuestro entorno laboral funcione según unas normas que muchas veces son imposibles de cumplir.
El caso de los cuidados: una muestra clara. Tomemos un ejemplo concreto: el cuidado de personas mayores. Si una pensión media ronda los 1.200 euros, ¿cómo se puede pagar a tres cuidadores que trabajen ocho horas cada uno, cobren 1.200 euros mensuales y estén dados de alta con todos los derechos? No se puede. No salen las cuentas. Por eso, durante años, muchas familias optaron por una solución práctica: acoger a una persona inmigrante como interna. Se le ofrecía alojamiento, comida, un sueldo razonable en relación a su país de origen y un entorno donde ahorrar era posible.
¿Era legal? A menudo no del todo. ¿Era justo? En muchos casos, sí. Porque ambas partes salían beneficiadas. La persona cuidada estaba atendida. La trabajadora inmigrante tenía techo, comida y dinero para enviar a su familia. Era una solución práctica ante una realidad económica dura.
Pero llegó la norma estricta. La obligación de contratos, horarios, sueldos, cotizaciones... Y con ella, la destrucción de ese tipo de empleo. No porque fuera malo, sino porque no se podía sostener dentro del marco legal impuesto.
La trampa de la legalidad inflexible: regular está bien. Proteger los derechos laborales es fundamental. Pero aplicar normas sin considerar el contexto lleva al desastre. La economía sumergida no es solo el resultado de la avaricia o la explotación, sino también de un sistema legal que muchas veces no ofrece alternativas viables para quienes no pueden pagar los costes del "todo legal".
Ahora, esa misma inmigrante que antes vivía y trabajaba con una familia tiene que alquilar un piso (600), pagar su comida, transporte, impuestos... y con suerte le quedan 100 euros para enviar a su país. Lo que antes era un empleo real con margen de ahorro, hoy es una trampa de pobreza legalizada.
La hipocresía de nuestra sociedad, aquí está el problema central: pedimos trabajos perfectos, con condiciones europeas, mientras consumimos productos generados bajo condiciones miserables. Nos molesta el trabajo precario si lo vemos cerca, pero no nos importa si está en otro país. Nos rasgamos las vestiduras por una cuidadora sin contrato, pero seguimos comprando camisetas a tres euros hechas por niños en Bangladesh.
Conclusión: sin realismo no hay justicia. Un sistema que solo permite el empleo "legal" pero no contempla cómo financiarlo para miles de casos reales termina siendo un generador de exclusión. Hemos convertido el sentido común en un enemigo de la norma. Y como decía el refrán, "hemos hecho un pan con unas hostias": hemos querido hacerlo todo bien, y lo hemos estropeado todo.
No se trata de defender la explotación, sino de exigir una regulación que se adapte a la realidad. Si no, seguiremos destruyendo empleos y creando pobreza legal. Y después, cuando todo falla, le pediremos responsabilidades... a nadie. O peor aún, a los mismos de siempre.
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