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Don Alonso y Ginés de Pasamonte

12 de Marzo del 2011 - Juan Antonio Sáenz de Rodrigáñez Maldonado (Luarca)

¿Es realmente la vida azarosa? El capricho de los otros y el mundo encontrado parece indicar que así sea. En verdad, sólo cabe decir que la vida es dramática, independientemente de que el individuo tenga o no una conciencia clara del hecho de vivir. El hombre es el único ser que, ineludiblemente, debe hacer «su vida», incluso en la triste situación en la que uno (tirano) o los muchos (asambleístas) –al fin y a la postre, déspotas ambos–le recortan sus derechos y libertades.

La conciencia de la existencia como drama no se da en el mundo pagano. Lo propio del pagano es la percepción de su vida como realidad predeterminada. Esta ideación de sí mismo está presente en el carácter determinista de la astrología, donde todo acontecer en el mundo sublunar, incluido el humano, se halla predeterminado por el influjo de las potencias superiores que habitan en las constelaciones.

También, en la ideación del tiempo, el hombre pagano se percibe como realidad determinada por fuerzas, las mismas que gobiernan el cosmos físico supralunar y sublunar. La cosmogonía y la teogonía paganas se construyen desde esta concepción determinista: héroes y humanos están atrapados en la fatalidad, son las criaturas que devora Chronos. Este fatalismo del pensamiento mágico otorga el carácter de sagrado al tiempo, lo convierte en el escenario donde tiene el origen el cosmos físico y el nacimiento las divinidades. Es el «origen absoluto» o «arché» y el «destino» de cuyo poder nada hay que escape. Una vez concluida la rueda de la purificación del conjunto de lo existente, todo vuelve a comenzar. El tiempo, pues, es la ley del eterno retorno de siempre lo mismo.

Frente a la conciencia pagana, la conciencia judeocristiana no es fatalista. Y no lo es porque es la voluntad de Dios el que el hombre sea libre y, a tal fin, le ha dotado de una naturaleza moral. El hombre, pues, es sujeto moral, ser libre que ha de elegir su salvación o el mal. «Bestia divina», decía Ortega, como ser creado a imagen y semejanza de su Hacedor, es poseedor de alma racional, recibida del aliento divino, y cuyo don le ha dotado de conciencia moral. Es libre, porque su decisión de hacer el Bien o perderse tiene su raíz en su condición de ser consciente y sabedor de lo que es el Bien, y sin cuyo conocimiento no es posible la plena libertad. El hombre, en fin, es libre, porque no existe plan alguno que su Hacedor haya escrito para él, ni tan siquiera el natural, porque del jardín del Edén ha sido arrojado.

Solo, dueño y señor de su vida, no hay para él un reloj, cuyas agujas señalen las horas de lo eternamente siempre lo mismo. Concluido su drama, el camino que él ha de hacer, se le pedirán cuentas («responded»). Cuando le llegue la última hora, la que mata, se presentará ante el «Justo» para responder de su indolencia con el que sufre, de su cobardía frente al déspota, de abandonar a su suerte al perseguido por la intolerancia, de acomodarse en el rebaño de mansuetos, de mirar a otro lado del que tiene lugar la injusticia, de sus innumerables debilidades, en fin, de lo que no ha hecho.

En don Miguel, en quien sólo «de la abundancia de su corazón habla su pluma», no otra podría ser su creación sino la del caballero don Alonso. Y no podría ser de otro modo, porque la pluma que escribe lo es del cristiano patriota y héroe en la lucha contra aquellos cuyo propósito es someter en la tiranía a los que quieren vivir en libertad. Hoy, su personaje, don Alonso, lanza en ristre, se batiría en duelo con el déspota de nuestro tiempo, Ginés de Pasamonte, para quien la vida, la verdad, la libertad, la ley, incluso España, «son conceptos discutidos y discutibles».

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