Las muertes que nadie quiere ver
La noticia estremecedora de una madre que decapitó a su bebé de cinco días ha conmocionado a la opinión pública española. No es para menos: se trata de un acto de una brutalidad difícil de procesar. Pero una sociedad madura no solo debe reaccionar con indignación ante los horrores más explícitos, sino también mirar de frente las muertes evitables que se repiten cada año sin titulares, sin indignación y, peor aún, sin soluciones.
Entre 2007 y 2022, se registraron en España al menos 50 filicidios -asesinatos de hijos a manos de sus progenitores- según sentencias firmes. De ellos, 26 fueron cometidos por madres. Sin embargo, este tipo de crímenes rara vez aparece en las estadísticas oficiales o en los informes institucionales sobre violencia. ¿La razón? La legislación y los mecanismos de conteo priorizan -con razón- los feminicidios y la violencia de género, pero dejan fuera otras formas de violencia intrafamiliar que también deberían interpelarnos como sociedad. Los asesinatos de bebés y niños no se registran bajo una categoría visible. Se diluyen en los márgenes del sistema.
Mientras tanto, otras muertes igualmente evitables siguen ocurriendo en cifras alarmantes. En 2024, 796 personas murieron en su puesto de trabajo. Son casi dos al día. No por catástrofes inevitables, sino por incumplimientos en prevención de riesgos, negligencia empresarial o condiciones precarias. A esto se suman más de 1.000 personas que mueren al año en España a causa del frío, y alrededor de 1.300 por olas de calor. La pobreza energética, la falta de vivienda digna y la ausencia de planes públicos efectivos para proteger a las personas vulnerables siguen costando vidas, muchas más que los casos que llegan a la prensa.
En total, más de 18.000 muertes al año se producen en España por causas externas, muchas de ellas prevenibles: homicidios, accidentes de tráfico, laborales, climáticos. Sin embargo, no todas esas muertes tienen el mismo eco. La violencia mediática, como la violencia institucional, elige sus víctimas. Algunos crímenes horribles se convierten en banderas para políticas públicas; otros pasan sin pena ni gloria.
El problema no es visibilizar el horror cuando sucede, sino invisibilizar todo lo demás. La tragedia de un bebé asesinado debería conmovernos, sí. Pero también deberían hacerlo los trabajadores que mueren sin casco ni medidas básicas de seguridad, los ancianos que fallecen en verano por no poder costear un ventilador, o los niños que sufren violencia sin nombre ni categoría.
Una sociedad madura no mide la gravedad de un crimen por su impacto mediático, sino por su recurrencia, su evitabilidad y su carga de injusticia estructural. Si queremos construir una cultura política sensible a la vida, no podemos permitirnos este doble rasero. No puede haber muertes de primera y de segunda.
Porque cada vida perdida, cuando pudo haberse evitado, es una derrota colectiva. Y cada silencio, una complicidad.
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