Moda, fe y fantasía en la nueva política
Parafraseando el título de una obra de sir Roger Penrose, deseamos: "Moda, fe y fantasía en la nueva política".
La "moda" no puede ser el afán de más de dos legislaturas en el poder (algo que desde la instauración de la democracia ha ido creciendo, poniendo de moda la bunkerización presidencialista que ha conducido a la situación actual). Por lo que deberíamos recurrir a la reducción al absurdo para votar: «Este no, este tampoco..., este..., lo votaré para negarles la oportunidad a los otros». Sería una innovación contraria al voto cautivo del: ¡es mi partido! Quizá lleve a la necesidad de pactar, pero se puede pactar hasta con el diablo si han sido democráticos sus votos; pero con transparencia y sin planteamiento de trampantojo: «Trampa o ilusión con la que se engaña a la gente haciéndola ver lo que no es».
La "fe" que se tiene en una ideología política, como si fuera una religión con su sumo pontífice, conduce al cesarismo del divino emperador que tiene el poder de nombrar a todos los cargos con sumisa obediencia a él, y, aunque arda España o se inunde Valencia, la culpa nunca será del MITECO y su DG de Aguas. La política debe ser falsable, y, si un partido con gobierno no cumple lo prometido o su líder falta a la ética razonable de no saber dimitir, siendo para él suficientes: los desgarros emocionales, la petición de perdón y el negar descompuesto lo que afirmó ayer; los electores repudiarían tal partido. Y como no hay evidencia de que esto pueda ocurrir, nos queda la esperanza de no tenerle caridad.
La "fantasía" de cambiar todo sin cambiar nada es a lo que deberíamos aspirar. Para ello, en cada circunscripción electoral los partidos presentarían tres candidatos (sin que figuren en ninguna otra) y el elector votaría a uno. Los diputados al Congreso se elegirían por el recuento de las papeletas del partido (como siempre). Constituido así el Congreso, todos los candidatos votados que no entraron en él entregarían sus votos a algún diputado que sí estuviese dentro. De esta forma en el Congreso estarían todos los votos de los electores y cada diputado tendría los votos que le correspondiesen (votos personales que no del partido), y, si deja el Congreso, se los entregaría a otro diputado. Por tanto, en cada votación del Congreso habría dos resultados: uno por el número de diputados y otro por el número de votos electorales. Existiendo normas sobre cómo se decidiría en consecuencia, si no coinciden o no son suficientes electores para elevar la propuesta de ley a ley. En todo decreto ley, tendría especial relevancia la votación posterior para saber el número de electores que lo apoyan, pues podría ser que de no ser suficientes se derogase automáticamente.
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