El pez más viejo del río
Hola. Soy el pez más viejo del río. Miguel Hernández me atribuyó una gran sabiduría en aquel precioso poema que escribió en el Penal de Ocaña para que otro preso político pudiera enviárselo como regalo de cumpleaños a su hija. Camarón me cantó con tal hondura que se me ponen las escamas de punta. La cultura del pueblo gitano también me ha considerado tradicionalmente sabio. Viejo es una palabra que me gusta. Ahora dice el Partido Pezpular (en la ponencia de su último congreso) que somos mayores, no viejos. Qué meapilas son. Yo soy viejo y a mucha honra. Mayores lo serán ellos, al menos los mayores hipócritas.
Cuando yo era muy viejo, pero no el más viejo, me gustaba contarle a los alevines cómo era el río en otros tiempos, advertirles de sus peligros, transmitirles sus secretos, darles consejos a los salmones para su mudanza al mar... Eran otros tiempos, que duda cabe. Ahora vivo en un pezriátrico de agua dulce con otros peces viejos como yo. También hay peces con diversidad funcional. Hay varios que les falla la vejiga natatoria y nadan como borrachos. La verdad es que las auxiliares nos dan la vida. La mayoría eran truchas pero últimamente están contratando pangas de Tailandia porque a los capeztalistas les salen más baratas y protestan menos. Enfrentan a las truchas con ellas y encima las humillan, les dicen que son peces contaminadas y que den gracias por tener este trabajo. Yo sé que no es un buen trabajo, porque los viejos damos guerra. Tenemos muchos problemas de movilidad. La osteoporosis nos produce frecuentes roturas de espinas... Y ellas son pocas y siempre van nadando a cien por hora las pobres. Yo les digo que se unan y luchen, porque esa es la única fuerza de los pezqueñines. Y porque autóctonos o importados, somos los mismos pescados.
En realidad no creo ser tan sabio como dijo el poeta. Pero tampoco tan estúpido como me consideran los capeztalistas. Nos tratan como idiotas. Nos dicen que aquí estamos como en el río y que su objetivo es nuestro bienestar. Nos dan basura para comer y luego les molesta que tengamos anisakis y microplásticos. Los peztronos o capeztalistas son los gerentes de estas piscifactorías llamadas pezriátricos. Son manijeros al servicio de los Siluros, los verdaderos dueños. Invasores que han colonizado nuestro ecosistema y arrasan con todo. Son los malditos Fondos de Inmersión. Esos si que dan miedo. Mucho más que los bajos fondos o que los fondos abisales de los que prevenía a los alevines de salmón cuando yo era muy viejo, pero no el más viejo. Y aún tengo suerte de no estar en el Manzanares. Cuentan que allí, las temibles pirañayusas son capaces de devorar 7.291 seres vivos de gran tamaño en poco tiempo.
Lo cierto es que no soy un pez. Los peces no hablan ni escriben. Tampoco tengo memoria de pez. Me acuerdo de todo. En realidad soy tu abuela. Y soy la auxiliar de la residencia que la cuida. Me acuerdo de los aplausos en la pandemia por contraste con el manto de silencio que vino enseguida. Me acuerdo de que íbamos a salir mejores porque salimos peores. Nosotras ya lo sabíamos. No hacía falta ser muy listo. Y aquí estamos. Hemos tocado Fondo.
Desde la pandemia a hoy, los Fondos de Inversión foráneos controlan varias decenas más de centros. Solo una de cada cuatro residencias en España es de titularidad pública. Y solo una de cada diez es gestionada desde lo público. Es la prueba del nueve de una sociedad a la que los cuidados le traen sin cuidado. Porque aquí no hablamos solo de voluntad política. Es difícil imaginar, a día de hoy, que se aceptara con normalidad que 9 de cada 10 hospitales y escuelas fueran privadas. Pues eso pasa con las Residencias. Y no pasa nada. Los niños son futuros productores, pero los viejos no van a volver a ser productivos. Se les puede extraer, eso sí, lo que les quede del fruto del trabajo dado, es decir, la pensión. Y la vivienda, el que la tenga, también. Todo es poco para costear los cuidados.
Tampoco pasa nada porque las trabajadoras de residencias, de ayuda a domicilio y las empleadas de hogar son, en una abrumadora mayoría, mujeres. Y muchas, cada vez más, migrantes. De hecho, en el trabajo domiciliario, no digamos en régimen interno, son la práctica totalidad. Quien puede huye de un trabajo extremadamente duro, absolutamente mal pagado y con nulo reconocimiento social. Desde el Ministerio de Derechos Sociales se señala que el salario de las trabajadoras de la Dependencia es un 40% inferior a la media del conjunto de sectores. Para estas compañeras, los suelos pegajosos quedan casi tan lejos como el techo de cristal. Están en un subsuelo fangoso.
Sin una red pública de cuidados (en su titularidad y en su gestión) y sin dignificar el trabajo de cuidar (quizá el más importante) perdemos la oportunidad de transitar con dignidad una parte sustancial de la vida: la vejez, para todos. La vida laboral, para muchas. Quizá el secreto está en la canción de Serrat: "Si no estuviese tan oscuro a la vuelta de la esquina... O simplemente si todos entendiésemos que todos llevamos un viejo encima."
Yo espero vivir para verlo aquí en mi pezriátrico. Igual en el Manzanares no lo contaba, las pirañayusos son temibles. Total, como dice Rafael Amor, para un viejo nunca es tarde. Cuando coja el camino del mar, es decir, el de la muerte, espero poder dejar el río más limpio a los que vengan detrás.
¡A nadar, a nadar, hasta ahogarlos en la tierra y hasta enterrarlos en el mar!
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