Titulitis crónica: epidemia de diplomas
Hay quienes confunden el conocimiento con el papel que lo acredita. Visten sus paredes con títulos como si fueran trofeos de caza, creyendo que un marco dorado les da autoridad, inteligencia o incluso respeto. Pobres. No saben que el respeto no se cuelga, se irradia.
He conocido doctores en todo, maestros de nada. Gente con más diplomas que criterio, más másteres que empatía. Por otro lado, he visto a personas sin título alguno que se mueven por la vida con la elegancia del que sabe, del que entiende sin presumir, del que escucha antes de hablar.
En los conservatorios de música, por ejemplo, se emiten títulos a discreción: elemental, profesional, superior... ¡una trilogía completa! Pero ningún diploma trae consigo el aplauso sincero, la ovación espontánea ni la emoción que eriza la piel. El arte -como muchas otras profesiones de verdad- no se imprime, se demuestra.
La titulitis es el síntoma. El diagnóstico: miedo al vacío. Es más fácil colgar un título que construir una reputación. Más cómodo citar un máster que aceptar que no se tiene carisma. Y, así, nos llenamos de expertos que no inspiran, de jefes que no lideran, de profesionales que no profesan nada.
No estamos hablando de ignorancia. No se trata de romantizar el analfabetismo. Pero convendría recordar que un cargo no se merece por herencia ni por matrícula, sino por capacidad. Que un despacho no se gana por papá, sino por peso propio.
Y que hay quienes, sin diploma, nos dan lecciones que no caben en ningún plan de estudios.
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