El Sella como no me lo enseñó nadie
Hoy fue el Sella, una fiesta que no me gusta por la hipocresía resultante de glorificar a unos vencedores de quienes nadie tiene el menor interés en seguir sus evoluciones el resto del año ni hoy tampoco, y por esa especie de imperativo identitario y ¡aun cinético! que emana de la muchedumbre; ahora, ribereña; mañana, de otra parte.
La gente va a despendolarse, a procurarse fregoteo duro como no lo habría en un tren de Lahore, de Lucknow...y, aparte de lo que sabemos, no sé cómo es el tracto que habilita las nuevas fórmulas de adhesión a un Descenso que, antaño, era la almendra anual de ocio fuera de casa para todos los asturianinos mozos, hoy ahítos de saraos.
Es curioso cómo se ha superado el muro de verlo como un ejercicio de contención bastante alta y de borracheras sin alcohol, y se ha tomado posesión del otro lado, del de nuestros mayores con reparos, para ejercer un dominio con sabor a terraformación.
Otro tanto ocurre con el Xiringüelu, aunque quizá su mecánica sea más básica, porque beber se bebe a diario, y poco importa el dónde. Pero con el Sella pasa que, además del trago, hay otros elementos que no se vivencian a título cotidiano, como son la afectación de una asturianía lúdica que no renuncia a agotar cuanto de individualizador haya («no te creas que soy mucho más que esto, aunque me veas siempre de traje y corbata»), y la agitación por no perder ripio de unos palistas que se desplazan con indefectible y mayor rapidez que sus seguidores, motorizados bajo ímpetu característico de un solo hombre.
Me va acabar gustando el Sella, cachis en la mar, a medida que descubro sus engranajes más elementales.
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