Lucía, no me enviéis allí
Pasan los años y llega la gran decisión: el ingreso en una residencia de ancianos. Sin embargo, hay que subrayar que el hogar (aunque esté muy deteriorado) es un entorno donde se sienten seguros; es su “dominio”, y la persona mayor tiene la sensación de que en ese entorno es más capaz, más competente; es también un símbolo de la continuidad familiar y de la conexión con el futuro. A menudo han vivido allí con los padres, han criado allí a sus hijos y a veces incluso han visto crecer ahí a los nietos. Fuera de casa no saben con qué se encontrarán, será un lugar extraño, se desorientarán o incluso no se encontrarán bien; en su casa conocen dónde están las habitaciones, dónde tienen sus cosas, dónde están los muebles y los recuerdos y, además, tienen la tranquilidad para descansar. En muchos centros dejan de llamarles por sus nombres para pasar a ser un número (vida, corazón, cielo, cariño). Me dice un anciano: “Te hablan como si fueras un niño”. Piensan que lo que cuentas es imaginación, delirio, sueños. En fin, muertos en vida e instalados en un presente sinsentido, sin esperanza, pasean como zombis. Abuelos que no disfrutaron de vacaciones, que trabajaron y sufrieron para gozar del país que tenemos ahora… El tiempo libre, si lo había. era para trabajar. Hoy sus hijos y nietos miran por sus egos y castigan a sus abuelos con escasa comunicación y afecto. Me comenta este anciano que no necesita que nadie hable por él; quiero tener mis propias decisiones. ¡Que tengan muy presente que tienen ante sí un ser humano, por mucho deterioro físico y mental que tenga! No pido mucho, un beso, un abrazo, ¡Una palabra! ¡Déjalos envejecer con ese mismo amor que ellos te dejaron crecer a ti! ¡Déjalos vivir y sentir, ser ellos, y ámalos con todo el corazón! Sin embargo, algo falla; algo en su interior está gritando: ¿Qué es lo que dice? ¿Qué es eso que falta en sus vidas? ¿Cómo descubrirlo? ¿Cómo encontrarlo? Si estás pensando que estás solo y que no hay nadie a tu lado que te apoye, lo más probable es que te sientas triste y deprimido. Ciertamente, en este mundo globalizado, con avances tecnológicos inimaginables, la deshumanización en el trato con los mayores es el gran riesgo. Sin duda, el peor castigo es la invisibilidad que, generalmente, ocurre en la institucionalización del anciano; ignorar la existencia del otro, el rechazo y el desprecio. Se trata de gente que nunca llegó a imaginar que algún día, sin permiso, sin entender sus propias necesidades y circunstancias, les llevarían a miedos producidos por tanta extrañeza, generando desconciertos, temores y grandes ansiedades en el misterio de la vida. Pese a que el cuidado en el domicilio es la elección de preferencia para los ancianos en situación de dependencia, la red de cuidados en el domicilio está debilitándose. Los factores como el envejecimiento y el aumento de la fragilidad de los cuidadores informales, el cambio del rol social de la mujer, así como el estrés del rol del cuidador, generado habitualmente por una situación de cuidados larga y dificultosa en ausencia de un apoyo apropiado, ocasionan que, a medida que la población de España envejece, aumente el número de personas que viven en centros residenciales.
LUCÍA Y EL FATALISMO ÉTICO
El impacto emocional de la institucionalización del anciano
Lucía es una mujer de 92 años que vive en una residencia de ancianos; toda su vida ha trabajado en el campo. Con una lucidez mental envidiable, me relata historias de su vida, saca a la luz vivencias que guarda en el desván de los recuerdos. Tiene tres hijas y varios nietos. Ella deseaba quedarse hasta el final de sus días en la casa de una de sus hijas, pero al final fue imposible (trabajan todo el día). Las dificultades y problemas surgidos aumentaban día a día. El ingreso residencial se venía cociendo lentamente. Ella, tal vez por miedo, no rechistaba (su indignación la reprimía). Se sentía culpable de la situación familiar (discusiones de la pareja, mal humor, pocas palabras, ausencia de señales afectivas). El individualismo nos arroja a este gran despropósito. Ciertamente, vivimos atrapados por un fatalismo ético, una telaraña de valores ultrajados y, a consecuencia de ello, ser egoísta, implacable y malvado se considera poco menos que inevitable, el único modo realista de sobrevivir en condiciones dignas. Le prometieron, lo que suele hacerse en estos casos: te vas a encontrar mejor, te van a ayudar con eficacia, vas a estar como en tu propia casa, es como un hotel de cinco estrellas, el personal sanitario (médico, enfermeras, fisioterapeutas, auxiliares, etcétera) es insuperable, te vas a sentir como una reina, la comida es casera como a ti te gusta, las fiestas son extraordinarias, la música insuperable y te van a programar un montón de actividades, excursiones, terapias, bailes, juegos y entretenimientos. Y llegó el día de marcharse a ese gran hotel. Arrancada de su casa, como un castaño centenario, desposeída de sus recuerdos, imágenes y labores. ¿Adónde me llevan? ¿Por qué me hacen esto? ¡Yo que lo he dado todo por mis hijos! Aún recuerda la última mirada humedecida dirigida a su balcón, donde transcurrió su vida; ventanas cerradas y un tendal con una prenda y varias pinzas, indicativo de que ahí hubo vida. Adriana, mientras se introducía en un coche, pensaba en una odisea en arenas movedizas. Besos frígidos e inanes que se resumen en esa vaga aproximación de mejillas, hoy tan en boga. Pocas palabras y dolor contenido bajo una lluvia de lágrimas. Recuerdos y más recuerdos se agolpan en su mente: canto de un pájaro, la noche estrellada, música, el riachuelo, la cascada, la puesta de sol, una helada, el paisaje nevado, o la contemplación de un cernícalo manteniéndose en el aire de forma magistral. Tardes maravillosas con su esposo sentados en un viejo banco deleitándose del paisaje, los perfumes, el amor y la paz. Torbellino de pesadillas, recuerdos traumáticos, vivencias hipersensibles y dilemas éticos. Lucía fue consciente de un cambio radical en su vida. ¿Qué ocurrió? Poco a poco las visitas fueron disminuyendo; unos estaban trabajando, algunos de viaje, otros muy ocupados, reuniones interminables, agendas saturadas, no tenían tiempo… Las promesas se fueron desvaneciendo. Congelación afectiva y emocional (nudo en la garganta y rabia contenida según me expresó). El tiempo se detuvo y su reacción defensiva fue de incomunicación con sus compañeros de viaje y falta de adherencia con esa gente que muestra sordidez emocional, indiferencia a sus necesidades y actuación ciega a su esperanza y a sus ilusiones. Surgen patrones de inactividad (conductual, afectiva, anímica y cognitiva) que agravan el problema del dolor y el sufrimiento de Lucia. Instalada en su nueva residencia, Lucía tiende a centrar su vida en el dolor y a basar sus expectativas en el pasado, lo que fomenta que permanezcan inmóviles.
LUCÍA, AMIGA DE LA VIDA
Aún recuerda la última mirada humedecida dirigida a su balcón, donde transcurrió su vida, ventanas cerradas y un tendal con una prenda y varias pinzas, indicativos de que ahí hubo vida. Un panorama sombrío con un virus que azota con fuerza a la humanidad y que es la soledad. En fin, pérdidas, amarguras, soledad, incomprensiones y aguas procelosas en su último tramo de la vida. Lucía, como tantos mayores, teme recalar en un centro geriátrico. Se trata de gente que nunca llegó a imaginar que algún día, sin permiso, sin entender sus propias necesidades y circunstancias, les llevarían a miedos producidos por tanta extrañeza, generando desconciertos, temores y grandes ansiedades en el misterio de la vida. En el último paseo, cerca de su casa, Lucía le dijo a su nieto, escúchame: ¡No me falles! ¡No quiero quedarme sola en las cuatro paredes de una residencia! De forma irrefutable, el mejor medicamento para estas personas (y, por supuesto, para todos nosotros) es la comunicación, el cariño, el contacto físico, los abrazos, los besos, la ternura, el tiempo y la contemplación. Venimos al mundo con un cerebro social orientado a la conexión emocional, dispuesto biológicamente a esos procesos empáticos orquestados por las neuronas espejo; sin embargo, en la desconexión, las neuronas espejo dejan de funcionar acercándonos a un vaciamiento mental que es la antesala de la depresión. Sabemos que la soledad es una enfermedad reversible, es el mal de nuestro tiempo acrecentado por la pandemia. La soledad duele y mina la salud; la soledad va secando la sonrisa, empañando y humedeciendo la mirada. Lucía piensa, como decía nuestro Premio Nobel de Medicina Santiago Ramón y Cajal, que “lo más triste de la vejez es carecer de mañana”. Así, muchas personas mayores permanecen cautivas de fracasos, desengaños y de una profunda tristeza; decisiones que atraviesan el corazón sin piedad y que abandonan su refugio (su propia casa) para convertirse en extraños, sin encontrar ningún consuelo. En fin, ilusiones perdidas, esperanzas anestesiadas, pasiones rendidas, fracasos disfrazados de experiencia, esclavos de la vida que no tenemos, esclavos de la muerte que tememos. Pero Lucía, amiga de la vida, dice que estamos en ella para ser felices. Cuando no tengamos qué aprender, sentir, ayudar, regalarnos, ilusionarnos, motivarnos y disfrutar, moriremos. Pero Lucía no quiere una vida vacía paseando, como un fantasma, por el centro residencial, con total desorientación y desamparo. Quiere una vida que merezca la pena vivirla, encontrar un propósito trascendental, recuperar el espíritu y los sueños infantiles. ¿Y la solución? Sin duda, es el momento de insuflar vida a estas personas mayores, concienciarnos del impacto de la institucionalización y desarrollar nuevos modelos de intervención terapéutica centrados en la humanización y en las necesidades profundas de la persona. Así, cuando llegue nuestro momento, nos introduciremos en la puesta de sol más hermosa con la tranquilidad de saber que tuvimos la fortuna de participar en el banquete eterno de la vida. Es el momento de valorar mucho más este tipo de decisiones, de generar más cariño, respeto, paciencia, amor, convivencia, esperanza y de encontrar más opciones terapéuticas integrales centradas en la salud, la dignidad y el bienestar de las personas mayores. ¡Se merecen tanto!
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