¡Viva la libertad, carajo!
Lo que ayer era dictadura carcelaria hoy, para los nostálgicos, para quienes defienden una patria excluyente, insolidaria y de pensamiento único, mutó en apología de la libertad condicional dentro de la narrativa ilustradora del pensamiento ultra. Libertad sí, pero condicionada a la filosofía reaccionaria, aquella que restringe la libertad de culto, desprecia la igualdad de género, rechaza la expresión crítica con argumentación "ad hominem", descalifica la elección ideológica diferente, pone cerco a las fronteras de la pobreza migratoria e incluso desacredita la opinión de su reverenciada Conferencia Episcopal cuando las críticas alcanzan a alguno de los principios fundacionales de su anacrónica y despótica ideología. Vivas a la libertad como grito enardecedor de masas, libertad en abstracto, sin contenido, embaucadora, que solo proporciona réditos electorales cortoplacistas dentro de aquellos grupos sociales de mecha corta. Así se manifiesta la hipocresía manipuladora de la libertad que define la ideología autoritaria de Vox. Una forma extemporánea y opresora de limitar la autodeterminación ciudadana, de pervertir la democracia e imponer las fórmulas de la libertad excluyente.
Más concreta es la libertad proclamada por la adalid de la causa radical del partido ultraconservador, la señora Ayuso. Para ella, la libertad tiene un significado variable, discurre entre lo lúdico y lo dramático, según intereses propios antes que partidistas. Desde la cañita servida en cualquier terraza de la geografía política madrileña hasta los más salvajes improperios con dedicatoria al presidente del Gobierno llevan el "copyright" del ayusismo libertario, condicionado a la desaparición política de Pedro Sánchez. Tal es la paranoia que embarga el pensamiento crítico de Ayuso que ve en el presidente español la encarnación de todos los males imaginables que puedan llegar a destruir la convivencia intercomunitaria de nuestra vieja nación. En lo personal, llegó a calificarlo de hijo de puta y en lo político, la terminología más socorrida por la emperatriz madrileña es la de mafioso, matón, tirano, entre otras lindezas que la conducen hacia la descalificación política total y absoluta por el uso discursivo soez y agresivo que delata su falta de escrúpulos, aunque, en honor a la verdad, no sabría discernir si ese tono barriobajero procede del acervo cultural de la presidenta madrileña o es inducido por su jefe de gabinete, Miguel Ángel Rodríguez, inspirador de sutilezas amenazantes liberticidas.
En resumen, tanto Santiago Abascal como Isabel Díaz Ayuso desconocen, porque no los asumen como hechos históricos, los sacrificios, tragedias y penurias que significó la lucha clandestina para la recuperación de las libertades secuestradas por el dictador Francisco Franco -ay, si las paredes de la Real Casa de Correos, hoy convertida en sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid, tuvieran voz para contarnos las atrocidades cometidas en su recinto-. Para ellos, la libertad es un juego político, un instrumento terminológico que les sirve tanto para un roto como para un descosido, es la banalidad con la que se manifiesta esta sutil pareja de fanáticos del populismo incendiario, nacidos después de muerto el déspota y a quienes se lo dieron todo hecho sin haber demostrado otra cosa que no sea su fidelidad a la causa ultra, defendidos ambos por el poder mediático conservador al servicio de la misma causa. Cada vez que abren la boca es para insultar la inteligencia ciudadana. Hablan de un Estado dirigido por un sátrapa, Pedro Sánchez, con deriva hacia una dictadura bananera, como si este país no estuviera desde hace siglos subyugado bajo el dominio ultraconservador de los poderes fácticos, como si el Poder Judicial, mayoritariamente ultraconservador, fuera un ente abstracto de luz, inmaculado, sin mancha ideológica. Que alguien diga a qué puerta, en esta España de tricornios, tragasantos, usureros, medradores, prestamistas, toros, saetas, mantilla y devocionario, puede picar Sánchez para que le abran el camino hacia la dictadura. Lo dicho, un par de pirómanos del consenso que transmiten sus ultrafobias a una parte, no pequeña, del pueblo soberano que les compra, sin más aditivos que el envoltorio, su discurso de odio, ilustrado en la finalidad de seguir aumentando la cuenta bancaria y favorecer, al mismo tiempo, la perversión de los derechos sociales.
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