Las gracias de San Esteban
San Esteban es un pueblo que apunta a dos direcciones; una, evidente, es el mulatismo espiritual de sus quinientas y pico almas, seres lejanos entre sí -con no otros orígenes comunes que "lo puesto"- que se juntan en un medio difícil para alumbrar más vida, y que prosperan con esa gracia regocijada, respecto a los de abajo, de quienes viven arriba; la otra, su hermandad inequívoca con ciudades, hechas jardines lacustres, que tachonan las estribaciones de los Alpes, a donde viajan los ricos a gastar todo lo que ignoran. En San Esteban no impera ningún sistema de crédito social, por esa sana hibridación a que aludía, y la pregunta dúplice "¿de dónde vienes, qué traes?" no figura en las expectativas de nadie. Las aguas de la ría reposan como una culebra gigante en plena digestión, y nos devolvería la imagen especular de ser un poco pacientes hécticos que desgranan su acedia en gajos acibarados, si no concurriera el factor astur, transitivo como no hay muchos, que prohíbe apalancarse y, peor, caer en meditaciones del corazón. Allí corre un acuífero paralelo a la desembocadura de un Nalón que se creyó lago; el de la sidra que sortea los meandros de frituras varias de pescado con que entretener el caer de las tardes y de los años, al ritmo adicional de voces de fuelle henchido y carcajadas de acidez cáustica. Mientras, unos viajeros esperan su autocar de regreso; pocos, porque, ¿quién querría irse de un lugar así?
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