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La política del zasca

28 de Agosto del 2025 - Juan Lozano Garrote (Oviedo)

Desde hace tiempo escucho con preocupación el discurso político. De un tiempo a esta parte se ha envenenado, y se puede decir que llevamos en esta espiral cerca de veinte años. Uno podía pensar que en algún momento se rompería la baraja, que un puñado de políticos honestos dejaría de tirarse los trastos a la cabeza y harían por cooperar entre sí. Lejos de enterrar el hacha de guerra, tengo la sensación de que cada vez se vuelve todo más virulento.

Nos vendieron que el bipartidismo era nocivo, y lo cierto es que han ido apareciendo partidos políticos que se sitúan en los extremos procurando radicalizar cada vez más su mensaje. Hoy el Parlamento parece un campo de batalla donde se premia la ocurrencia rápida y la descalificación personal, mientras la construcción de acuerdos queda relegada a un segundo plano.

Trataron de vendernos como progreso la llegada de las redes sociales, y lo cierto es que la cultura de la imagen se ha colado en la vida pública. Ya dan igual los discursos bien hilados, solo importa que ocupen los veinte segundos de TikTok. Lo que inexorablemente conduce a hacer de la política un recolector de zascas, de frases huecas que funcionan como munición emocional pero que no resisten un mínimo análisis racional.

Mi pesimismo se extiende a todos los ámbitos y en todas direcciones. La politización de la vida entera ha producido que cualquier cosa se subordine al quid político. Todo es política, todo se filtra por el cristal de la ideología, y todo lo demás pasa a ser menos importante. Por ejemplo: llama la atención que cuando el líder de Vox insulta pública y notoriamente a los obispos, los votantes católicos de Vox, lejos de defender al episcopado, se sumen al apaleamiento porque, ya se sabe, la Iglesia tiene que hacer lo que determine el oportunismo político.

Y lo mismo ocurre en el otro lado del espectro: cuando ciertos dirigentes de izquierda arremeten contra principios básicos de la convivencia o hablan de un rearme militar, muchos votantes aplauden aunque ello vaya en contra de sus propias convicciones. Da la impresión de que ya no votamos a partir de valores sólidos, sino desde un sentimiento de pertenencia tribal: el "con los míos, pase lo que pase".

La consecuencia es devastadora. El espacio de la política se convierte en un ring, y el ciudadano, lejos de exigir soluciones, se limita a actuar como espectador de un combate que no le resuelve la vida diaria. Nos acostumbramos al ruido, a los insultos, a la sobreactuación constante, como si fueran parte natural de la democracia. Pero una democracia enferma de espectáculo termina por vaciarse de contenido.

Quizá lo más preocupante es la pérdida de confianza en que el diálogo pueda volver a ser el centro. Si todo se convierte en lucha por ocupar un escaño más, si toda disidencia interna se cancela, si toda crítica se convierte en traición, lo que nos espera es una política cada vez más empobrecida y una sociedad cada vez más fragmentada.

La pregunta que queda en el aire es: ¿queremos seguir alimentando esta dinámica o vamos a exigir algo distinto? Porque la regeneración política no vendrá de arriba, solo llegará cuando la ciudadanía decida dejar de premiar al que grita más fuerte y empiece a valorar al que construye.

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