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Argentina, entre la motosierra y el espejo roto

11 de Septiembre del 2025 - Jesús Rodríguez Sendarrubias (Langreo)

Hay países que parecen condenados a girar en círculos, como si la historia se empeñara en burlarse de ellos. Argentina es uno de ellos. Cada cierto tiempo, el péndulo oscila con violencia entre la épica populista y el dogma neoliberal, entre el caudillismo de izquierda y el mesianismo de derecha, con el mismo resultado de siempre: frustración, pobreza, deuda, inflación y un futuro hipotecado. La reciente derrota electoral de Javier Milei confirma que las soluciones extremas, vengan del lado que vengan, siguen tropezando con la misma realidad de siempre. La motosierra, por más ruidosa que sea, no recorta desigualdades, no construye instituciones y no arregla los problemas estructurales de un país que lleva décadas atrapado en la misma trampa.

El fenómeno Milei nació del hartazgo, del rechazo visceral hacia "la casta" política, de la necesidad de romperlo todo y empezar de cero. El discurso libertario, cargado de ira y promesas radicales, sedujo a millones que vieron en él la última oportunidad de escapar de la decadencia. Pero cuando las propuestas extremas pasaron por el filtro del voto, la sociedad argentina demostró que todavía hay límites: el miedo a perder derechos, el rechazo a una desregulación brutal, la incertidumbre de entregar la economía a un experimento ideológico sin redes de contención. El resultado electoral refleja que, incluso en un país fatigado por la inflación y la corrupción, el deseo de cambio no equivale a un cheque en blanco para el aventurerismo político.

Sin embargo, sería ingenuo pensar que la derrota de Milei cierra el ciclo del populismo. Al contrario, lo que demuestra es que Argentina sigue atrapada en una encrucijada histórica que lleva décadas sin resolver. Desde Juan Domingo Perón hasta Cristina Fernández de Kirchner, pasando por la frustrada promesa de Mauricio Macri, el país ha oscilado entre el Estado paternalista y el libre mercado salvaje, entre subsidios eternos y ajustes dolorosos, sin encontrar nunca un camino estable. En esta dinámica, los líderes populistas -ya sean de izquierda o de derecha- se alimentan de la desesperanza y la desconfianza, simplificando problemas complejos y ofreciendo enemigos fáciles. La motosierra libertaria y la retórica épica del kirchnerismo son dos caras de la misma moneda: relatos que prometen un futuro que nunca llega.

El problema argentino no es ideológico, es estructural. Ningún modelo político sobrevive sin instituciones fuertes, reglas estables y consensos básicos sobre el rumbo del país. Mientras la política siga reducida a trincheras emocionales -"libertarios" contra "zurdos", "casta" contra "pueblo", "patria" contra "mercado"-, Argentina seguirá empezando de cero cada cuatro años, como un disco rayado que repite las mismas melodías, siempre desafinadas. Y esto no lo dicen solo los analistas de café: lo advierten desde hace décadas algunos de los pensadores socialdemócratas más influyentes. El politólogo Juan Linz alertó de que "los sistemas presidenciales con polarización extrema son más propensos al colapso democrático", y el caso argentino parece escrito para ilustrar su tesis. Norberto Bobbio, en su ensayo "Izquierda y derecha", advertía que las democracias modernas fracasan cuando convierten la política en una guerra sin puentes. Y el economista Dani Rodrik lo resumió de forma brutal: "La apertura sin cohesión social es un suicidio político".

Las recetas de Milei -privatizaciones exprés, recortes drásticos del gasto público, dolarización de la economía- entusiasmaron a ciertos sectores financieros, pero no lograron seducir a la mayoría de un país que todavía arrastra heridas profundas. Las propuestas ultraliberales pueden sonar modernas en los foros de inversión, pero en un país con más del 40% de su población bajo la línea de pobreza, el ajuste radical se percibe más como amenaza que como solución. La sociedad argentina, acostumbrada a sobrevivir en medio de crisis recurrentes, intuye que ninguna motosierra soluciona un incendio.

Argentina necesita, más que un nuevo mesías, un nuevo pacto social. Necesita abandonar la falsa dicotomía entre estatismo absoluto y mercado salvaje, entre épica populista y neoliberalismo dogmático. Requiere un proyecto inclusivo y pragmático que construya consensos básicos y dé estabilidad institucional. Un capitalismo moderno que combine crecimiento con justicia social, reglas claras con transparencia, y, sobre todo, que trascienda la obsesión por destruir lo anterior para inventarlo todo de nuevo.

El país tiene talento, recursos, cultura y creatividad para prosperar, pero también una inercia histórica que lo mantiene atrapado. La derrota de Milei es, quizá, una advertencia más que una celebración: no hay atajos, no hay salvadores, no hay recetas mágicas. Y mientras Argentina no lo entienda, seguirá repitiendo el mismo guion, entre la nostalgia peronista, las promesas neoliberales y los eslóganes libertarios. El resultado, de momento, es un país que gasta más energía en debatirse consigo mismo que en construir un futuro común.

Argentina merece mucho más que elegir, cada cuatro años, entre el precipicio y la hoguera.

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