Pozo Santiago: memoria de una familia minera
Con la llegada de la apertura democrática y el renacer del movimiento sindical en España, el pozo Santiago, en la cuenca minera allerana de Asturias, se convirtió en un símbolo de trabajo, esfuerzo y comunidad. Aquel espacio no era solo una explotación carbonífera: era también el lugar donde, día tras día, se tejía una red invisible de solidaridad y compañerismo.
En los años setenta y ochenta, cuando la minería del carbón aún era motor económico y social, ingenieros, capataces, vigilantes, barrenistas, picadores, posteadores, camineros, artilleros, tuberos, tractoristas, vagoneros, ayudantes mineros... compartían la dureza del oficio bajo tierra. Desde los mandos superiores hasta el último trabajador, todos conformaban una organización milimétrica en la que cada eslabón era esencial para garantizar la seguridad y la productividad.
El pozo Santiago, como todos los demás, desplegaba una auténtica telaraña de galerías, rampas y túneles que se extendían durante kilómetros. En la superficie, despachos técnicos y oficinas organizaban las labores con precisión: seguridad, ventilación, grisometría y planificación. Aquel elenco de profesionales -desde el jefe de pozo, ingenieros, capataces, hasta los técnicos de seguridad- era comparable al de cualquier empresa puntera actual.
Pero la verdadera épica minera estaba en las manos de quienes se jugaban la vida cada jornada: picadores, barrenistas, ayudantes y vigilantes, las categorías "estrella" de cualquier pozo. Ellos representaban la valentía en estado puro, enfrentándose cara a cara con la oscuridad, el polvo, el calor, los derrabes, el ruido, el miedo, el grisú -ese enemigo invisible, bien conocido en el pozo Santiago por estar clasificado de cuarta categoría- y el peligro constante. Junto a ellos, toda la plantilla sabía que no había otra opción que confiar en el compañero. Esa confianza era la verdadera base de la mina.
Entrar en el pozo, en aquella jaula repleta de hombres valientes -hechos a sí mismos- significaba silencio compartido, miedo contenido, respeto, concentración y precaución. Por uno mismo, pero sobre todo por los demás. Salir, en cambio, era alegría, conversación y alivio. Eso sí, con el cuerpo destrozado por el esfuerzo y la tensión acumulada. El grisú era quien convertía un trabajo ya de por sí duro y peligroso en un añadido de miedo y presión constante. Cuando lo presentías, se te salía el corazón del pecho. En el tajo no quedaba otra que coger el toro por los cuernos para ganarse el pan, trabajando a destajo, sin descanso, solo con el martillo y el hachu.
La minería fue un oficio penoso, insalubre, agotador y peligroso, pero también una escuela de vida y fraternidad. Lo que muchos no sabían entonces era que, entre turnos interminables, sudor y carbón, estaban construyendo una familia laboral. Recuerdo a un compañero de Felechosa, ya fallecido, cuyo nombre no diré. Cambiábamos el bocadillo: la empanada que me hacía mi madre por un bocata de chorizo de casa. Chorizo que, como en Aller, en ningún sitio, ¿verdad, José Manuel? Y bien sabía de gastronomía, pues su mujer tenía un restaurante por Llanes, creo recordar. Un ingeniero técnico inolvidable para todos los del SOMA.
Hoy, cuando la minería del carbón ya es apenas un recuerdo en las Cuencas, quedan cada vez menos que puedan dar testimonio de aquella vida subterránea. En el pozo Santiago se forjaron amistades para siempre, aunque muchos de esos amigos ya no estén. Hablo del pozo Santiago, pero podría hacerlo de casi todos, pues trabajé en casi todos a lo largo de las Cuencas.
Este recuerdo es un homenaje a todos ellos. Gracias por haber existido. No nombro a nadie porque podría olvidar a algunos. Es cierto que unos dejaron más huella que otros, pero me quedo con todos. Gracias, mineros, por ser tan buena gente: de fiar, de palabra, de esas que ya no abundan. ¿Verdad, Sánchez? Todos aquellos mineros hicieron socialismo, lo levantaron con su sudor, para que ahora ustedes lo desprestigien y entierren. Ahí le querría ver yo, a usted y a todos los políticos.
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