Le llamábamos Valdepares
Despedíamos el jueves en Valdepares a un compañero de curso. Se llamaba José Ramón pero le llamábamos Valdepares, porque allí nació y allí le bautizaron. De allí salió de niño, obediente a una llamada antigua y perentoria: "Sal de tu tierra, deja a tus parientes y la casa de tu padre (...). Y salió Abraham conforme a lo que el Señor le había ordenado".
Fue José Ramón un hombre, "en el buen sentido de la palabra, bueno". No estaba su bondad en lo que decía o hacía; estaba en lo que era. Fluía de un manantial hondo. En su compañía o en su recuerdo (otra forma de estar en compañía) te sentías cobijado por una fuerza sana y sanadora como la sombra del fresno. Una bondad, la suya, natural por más que los teólogos insistan en que la bondad es gracia, y la gracia, cosa sobrenatural.
Nadie lo sabrá mejor que los enfermos del Hospital San Agustín de Avilés, donde José Ramón dedicó su vida de pastor a curar almas. Con la suya consumada -"Bonum certamen certavi, cursum consumavi"- en la tarde de ayer, cerraba su periplo existencial volviendo al punto de partida. Hijo de marinero, volvía por tierra "ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar".
Valdepares lo recibía en una bellísima tarde de preotoño en que todo era límpido, inocente y augural como una ceremonia de bautismo. En la pequeña iglesia parroquial, maternal como un nido, doblaron de pena las campanas que repicaron a gloria en su primera misa. La luz acariciaba las tapias blancas del cementerio y, en derredor, los maizales dorados, las arboledas dormidas o ensimismadas, la mar callada e invisible, tan cercana.
Nos enseñan que morimos para ir al cielo. En esa tarde en que todo era luminoso y bello, siente uno, espíritu de poca fe resignado al sin remedio, que la muerte nos expulsa del paraíso. Descanse José Ramón entre los suyos. Que el afecto y la fraternidad puedan con la pena.
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