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La vida de Silverio

16 de Septiembre del 2025 - Fernando Vijande Fernández (CASTROPOL)

Silverio era muy pobre, muy pobre. No tenia un hogar y vivía a la intemperie o de prestado debajo de un puente. Podríamos decir que no tenía donde caerse muerto.

Tenía la habilidad desde su infancia de despertarse a las siete de la mañana sin necesitar el despertador, con lo cual se ahorraba un dineral en pilas.

Las horas de sueño las pasaba en un estado de semiinconsciencia, como los gatos callejeros, con un ojo abierto y otro cerrado y una pierna recogida como las gallinas en el "poleiro", por si alguien le robaba el ladrillo de barro donde descansaban sus pies, pies que por sus efluvios no eran apetecibles para nadie, excepto para un vagabundo que sufriera anosmia.

Silverio se despertaba temprano para tener más tiempo libre para cantar como los pájaros, aunque Silverio era sordomudo y no podía cantar; digamos que sus cuerdas vocales eran unas vagas y estaban acogidas a la prestación de desempleo vitalicio.

Tanto Silverio, como su amigo de habitación estelar, Eurípides, se entendían por gestos, gestos que cesaban siempre al anochecer y disiparse la luz del sol.

Al salir la aurora, con la luz del día restaurada, se iniciaba entre los dos un diálogo de sordos, con el enfado de alguno de ellos cuando la discusión no era lo suficientemente expresiva.

Silverio era muy frugal en el comer y su menú vegetariano del día consistía en endrinos y moras de los silveiros y algúnas hojas de cardo borriquero que encontraba en las paredes y cocía en una pota descascarillada en las ascuas de una hoguera.

Tan poco le daba de comer Silverio a su estómago, que este entonaba cada cierto tiempo una melodía y completaba una partitura en escala de Do acompañada por una batería de redobles y alteraciones que componían sus tripas sin desafinar ni siquiera una nota.

Silverio tuvo una muerte muy dulce, aunque también un poco traumática, dulce pues le subió la glucosa de tanto comer moras y traumática porque un enjambre de abejas de una colmena cercana le dejó la piel como un colador chino de acero inoxidable.

Cuando su alma llegó al cielo, acompañado por el tierno y melifluo ángel de guarda, San Pedro le abrió la puerta y, con gestos, le mandó pasar adentro.

Silverio no respondió, aunque quisiera, y hoy está sentado a la derecha o a la izquierda de Dios. No lo sé.

Lo que sí sé es que Silverio no dice ni pío y Dios en su silencio eterno está muy aburrido.

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