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Contra la narrativa heroica de no patentar

21 de Septiembre del 2025 - Marcos Cueto (GIJON)

Hoy, leyendo la prensa, he vuelto a constatar que en la narrativa científica se repite con frecuencia un relato heroico que me parece profundamente peligroso: el del investigador que, por ética o altruismo, decide no patentar su descubrimiento. Se presenta como un gesto generoso de pureza moral, como si al renunciar a la propiedad industrial el conocimiento se volviera más libre y más abierto.

Nada más lejos de la realidad.

Una patente no es un candado. De hecho, las patentes son ciencia abierta. Son un contrato social que obliga al inventor a publicar con detalle técnico verificable lo que ha descubierto, de modo que cualquiera pueda reproducirlo y aprender de ello. La invención se describe con detalle y se publica en acceso universal (hola google patents). A cambio, la sociedad concede un derecho temporal de exclusividad, pero recibe conocimiento tecnológico verificable y utilizable, para siempre. La historia demuestra que la verdadera alternativa a la patente no es la "libertad científica", es el secreto industrial, es decir, el cierre del conocimiento bajo llave.

El problema es la confusión generalizada entre poseer una patente y licenciar esa misma patente. Son dos caras muy diferentes de la misma moneda. El titular puede decidir abrir, cerrar, cobrar, regalar, diferenciar precios según regiones o incluso liberar la tecnología tras un periodo inicial o a quien lo necesite. La patente otorga capacidad de decidir; renunciar a ella equivale a renunciar al control.

Cuando desde la ciencia pública se renuncia a las patentes, se pierde soberanía tecnológica, el sistema científico se empobrece porque cede ingresos que podrían reinvertirse en más investigación, y la sociedad pasa a depender aún más de actores privados que sí protegen y capitalizan el conocimiento.

El caso de los anticuerpos monoclonales resulta paradigmático. Milstein y Köhler, celebrados por no patentar su descubrimiento, dieron pie sin querer a que las farmacéuticas construyeran sobre su hallazgo una de las industrias más lucrativas de la historia. El resultado: beneficios multimillonarios privados y un acceso devastadoramente desigual a escala global.

Por eso creo que la comunidad científica debe responsabilizarse de modificar el relato: Lo verdaderamente transformador es patentar con visión estratégica y licenciar con responsabilidad ética. Esa es la vía para equilibrar innovación, justicia y competitividad.

Universidades con estrategias activas de propiedad industrial como el MIT, Stanford, y también Cambridge han construido ecosistemas de spin-offs, licencias e ingresos que retroalimentan su prestigio y autonomía. En cambio, mantener el discurso anti-patente condena a la ciencia pública a perder el control y ser proveedora de descubrimientos para otros que sí los van a explotar.

Y concluyo con una reflexión personal: para mí el mundo sería mejor si no existieran las patentes, porque eso significaría que, como sociedad, habríamos alcanzado un nivel de sofisticación ética y moral tan extraordinario que siempre habría una compensación justa entre el esfuerzo y el beneficio común. Pero todos sabemos que la cosa no funciona así.

El sistema de patentes no es perfecto: es complejo y, como cualquier marco legal, puede ser objeto de abusos oportunistas. Aun así, forma parte del proceso de innovación y no podemos permitirnos el lujo de darle la espalda. Como desarrolladores y científicos, tenemos la responsabilidad de comprenderlo y de aprender a usarlo. De lo contrario seguirán siendo otros quienes controlen una parte esencial de la ciencia: cómo se utilizan y explotan nuestros resultados.

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