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La envidia, raíz de todos los males

22 de Septiembre del 2025 - José Viñas García (Oviedo)

Creemos caminar hacia delante, pero retrocedemos. Lo que antes era vergüenza y ruina moral, hoy se exhibe como mérito. Los pecados capitales -soberbia, avaricia, ira, envidia y pereza- no son dogmas religiosos: son advertencias universales contra la degradación del alma. Deberían enseñarse como antivalores en la educación cívica, porque minan la confianza, destruyen la convivencia y corroen los cimientos de cualquier comunidad.

El veneno que todo lo contamina:

Entre esos vicios, la envidia es el más letal. No solo corroe en silencio: también engendra soberbia, alimenta avaricia y, cuando se enquista, se transmuta en ira. Allí donde anida la envidia, no florecen la humildad ni la paz; tampoco el altruismo. Solo crecen el resentimiento y la pulsión de aniquilar al otro.

El espejo deformado de la política:

La política española es un espejo que refleja esa enfermedad. Podemos y Sumar, que se presentaron como antídoto contra "la casta", acabaron fundiéndose en ella. Pedro Sánchez, que prometió regenerar la democracia, erradicar indultos, amnistías y corrupción, hizo lo contrario. Hoy encarna soberbia y ambición personal, símbolos vivos de aquello que juró combatir.

Pero la envidia nunca construye: ni país, ni comunidad, ni familia. Solo divide, enfrenta y destruye. Una sociedad regida por la envidia interpreta el éxito ajeno como amenaza, lo desprestigia y no lo asume como inspiración. Y cuando sus líderes son los primeros en envidiar, arrastran al pueblo a la miseria moral, social y económica, mientras ensanchan sus bolsillos y dinamitan su prestigio. Pedro es la prueba palpable.

Democracia debilitada:

Los consensos nacen de la humildad y del respeto, y son ellos los que fortalecen la democracia. Lo contrario engendra autocracia, crispación y confrontación. Frente a la envidia, la primera defensa es la indiferencia personal: negarse a alimentar egos insaciables. No caer en su juego de embarrar hemiciclos con discusiones que engordan su conducta; se debe denunciar ante la justicia y los estamentos de limpieza democrática, incluso si éstos están pervertidos por ese poder indecente. No hay que darles la posibilidad de discusiones que derivan en insultos, pues al indecente no se le puede llamar "señoría": de señor tiene lo que un depredador insaciable.

La ciudadanía es clave; no puede permanecer pasiva cuando la envidia se instala en el poder. Debe alzar la voz: es la soberanía en cualquier democracia. Salvo en aquellas donde ese poder tema su voto por indecente y pretenda perpetuarse.

La envidia es una droga de degeneración mental: no conoce el verbo "servir", solo el "servirse". No comparte, no suma, no edifica; se alimenta de sí misma, como fuego que devora su propio oxígeno. Y no se vence con más envidia ni más soberbia -pues esas conducen al odio y a la división en bandos-, sino con firme prudencia, sentido del deber y la brújula del sentido común.

Caras duras, planes fríos:

El envidioso es, por naturaleza, avaricioso y ególatra. Crece con la mentira y se sostiene con la desfachatez de contradecir sus propias promesas. Da, pero para cobrar después. Sánchez y quienes le acompañan en Podemos y Sumar son ejemplo de envidia y avaricia sin límite, aplicadas allí donde más daño hacen: sobre la ciudadanía entera de un país.

Sus políticas no buscan el bien común, sino la perpetuación en el poder, disfrazadas de promesas que nunca cumplirán. Todo responde a un plan calculado -ese "plan Sánchez" que advirtió el líder de Ciudadanos- y que se está cumpliendo. En él han caído incluso partidos que parecían serios, como PSOE y PNV, seducidos por poder, influencia, notoriedad, cargos, prebendas y concesiones. Aunque ello suponga pervertir la Constitución, dinamitar la igualdad ante la ley y sepultar la separación de poderes.

El rostro de la envidia:

La envidia es eso: destituir al otro, señalar su ineptitud y sus corruptelas solo para ocupar su lugar y superarlo en indecencia. Y hacerlo sin sonrojo, con la cara dura del que ya no conoce la vergüenza.

Lo admito: me resulta insoportable. No soporto a los caraduras ni a los envidiosos.

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