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El abolicionismo y sus purgas morales

24 de Septiembre del 2025 - Jesús Rodríguez Sendarrubias (ciaño)

Con motivo de la Declaración Institucional del Día Internacional contra la Explotación Sexual y la Trata de Mujeres, Niñas y Niños conviene detenerse un instante para ver de qué hablamos, y sobre todo a quién se quiere castigar cuando se predica que "hay que perseguir al cliente". Porque si tomamos la hipótesis -la que circula con frecuencia en debates públicos- de que el 40% de los hombres adultos somos clientes, el volumen no es menor ni simbólico: hablamos de 8.163.400 personas, resultado de aplicar ese 40% sobre los aproximadamente 20.408.500 hombres adultos que arrojan las series demográficas, lo que equivale a cerca del 16,6% de una población total de 49.077.984 habitantes. No son cifras lanzadas al azar: parten de la estadística demográfica del INE y de una operación aritmética elemental.

Imagínese la dimensión política y social de pretender convertir a ese 40% en objetivo penal: no es una medida técnica, es una purga moral en versión democrática. El abolicionismo proclama que "no persigue a las mujeres, persigue la demanda"; y, sin embargo, la práctica de sus propuestas -si se aplicara con la contundencia que proclaman sus portavoces- equivaldría a poner bajo sospecha y acoso administrativo y penal a millones de vecinos, compañeros de trabajo, maridos y hermanos. Esa máquina de señalamiento no es nueva: recuerda, por su lógica de depuración y por su intolerancia a la discrepancia, aquello que en el siglo XX llamamos purgas ideológicas. Si se permite la comparación histórica, la ortodoxia abolicionista muestra rasgos que remiten al fascismo y al estalinismo: monopoliza el relato público, condena por mera adhesión a la doctrina, transforma la evidencia en herejía y a la discrepancia en delito moral. Es una comparación incómoda, sí -pero pertinente cuando una corriente política prefiere la coerción simbólica y real a la argumentación y al debate.

Y hete aquí que la evidencia oficial de España no casa con la narrativa apocalíptica que repiten ciertos discursos. El informe anual del CITCO recoge los hallazgos tras operativos e inspecciones de todas las policías: en 2024 se detectaron, según ese recuento, 376 víctimas en el epígrafe de explotación (junto a otras cifras de trata y explotación que forman el conjunto del problema). El propio Consejo General del Poder Judicial, por su parte, arroja en 2024 una contabilización judicial muy modesta en términos de "reconocimiento judicial": 9 víctimas reconocidas por la vía judicial en ese periodo. Nueve. Frente al mantra del "90%" que a veces circula con solemnidad dogmática. Esas contradicciones no son anécdotas: exigen debate, contraste de fuentes y política pública con la cabeza fría.

¿Qué ocurre cuando la política pública se construye contra la evidencia, y en nombre de una excepción moral tratada como regla universal? Ocurre que la "protección" prometida termina por perjudicar a quienes dice querer amparar. Penalizar al cliente -y, por extensión, al entorno donde se ejerce la compraventa de servicios sexuales- no suprime la demanda ni destruye las redes: las empuja a la periferia, a la clandestinidad, y convierte el trabajo en una actividad más insegura. Cerrar clubes, perseguir terceros, penalizar la "tercería locativa" o cualquier figura que pueda considerarse lucro indirecto significa transformar a propietarios, arrendadores o simples familiares en sospechosos automáticos. La consecuencia práctica es perversa y sencilla: más desahucios, más desplazamientos a entornos peligrosos, menos posibilidad de control sanitario, menos opción a denunciar abusos y, por ende, menos posibilidad de identificar verdaderos casos de trata.

La retórica abolicionista ha sabido ocupar espacios en los medios y en nichos de poder; ha convertido la indignación en dogma. Y un dogma que no discute, que no admite matices, que no contesta a las cifras, que exige la purga como único remedio, se parece demasiado a las formas totalitarias que la historia nos enseñó a temer. No estoy hablando de un insulto gratuito: lo que quiero subrayar es la misma mecánica: relato único, exclusión del debate, demonización del otro, y uso del Estado para imponer una corrección moral a gran escala.

Por lo demás, el "rescate" genera su propia industria. Dinero público, subvenciones, contratos, campañas; organismos y asociaciones que ocupan el espacio de la representación y que consiguen fondos y visibilidad a partir del relato de la victimización universal. No se niega la existencia de redes de explotación: existen, y hay que combatirlas con rigor policial, judicial y social. Pero convertir en paradigma absoluto lo que en muchos casos es riesgo o vulnerabilidad -y no victimización judicialmente probada- conduce a políticas que hacen más daño que las que corrigen. Y eso lo dicen, además de la lógica elemental, los propios números que antes citábamos: centenares detectadas por los operativos, decenas reconocidas por la vía jurisdiccional, no el cataclismo estadístico que algunas proclamas aseguran.

Las experiencias comparadas lo confirman: las leyes que únicamente criminalizan la demanda no han resuelto el problema ni han hecho más seguras a las mujeres. Han producido desplazamientos, invisibilización y miedo. En Francia o Suecia, las que en su día se señalaron como soluciones de referencia han acabado mostrando efectos indeseados que cualquiera puede constatar: trabajadores que se van a la periferia, normas que desalientan la denuncia, y una ambivalencia práctica que desarma la promesa protectora. Mientras tanto, en países donde la prostitución se regula y se aborda desde una óptica de derechos y condiciones laborales -con todas las dificultades y matices del mundo- hay al menos herramientas para proteger, inspeccionar y sancionar cuando hay coacción o explotación palpable.

Y las trabajadoras sexuales no han permanecido inmóviles. Cada vez son más las que se organizan, se sindicalizan, hablan en público y exigen regulación y derechos. No piden caridad ni tutelas; piden seguridad, condiciones laborales, acceso a la justicia y a la salud, y que no se las multe por las decisiones que toman ante la realidad económica. Y eso es lo que la política debería priorizar: abrir un espacio de debate amplio, serio y sin tabúes, en el que las protagonistas -las trabajadoras del sexo- estén en el centro y no reducidas a meros objetos de rescate simbólico.

Si la democracia se mide por su capacidad de reconocer derechos a los más estigmatizados, el abolicionismo que se impone sin diálogo y sin pruebas rigurosas está condenado a la derrota ética y práctica. Porque no se combate la explotación con purgas morales ni con decretos que criminalizan millones de ciudadanos; se combate con prevención, con recursos, con investigación rigurosa y con políticas que pongan en el centro la voz de quienes viven la experiencia. Y si hay que elegir entre la teatralidad de la cruzada y la obstinada sencillez de los derechos sociales, yo me quedo con esto último: con la humildad de quien entiende que la complejidad social no se arregla con eslóganes, sino con trabajo, argumentos y justicia.

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