La vida: un juego obligado que nadie pidió
Nadie pidió venir a este mundo, y nadie nos consultará cuando llegue el momento de partir. Entre esas dos certezas, nos dejan jugar una partida que a menudo parece diseñada para humillarnos: unos nacen con ventajas inmerecidas si no vienen de otra vida, otros con obstáculos que les impiden siquiera competir en condiciones justas.
Si existiera un Dios que nos pusiera a prueba, lo razonable sería que todos comenzáramos con las mismas cartas. Pero no es así. La vida reparte desigualdades desde el primer aliento: unos reciben salud, recursos y afecto; otros heredan pobreza, enfermedad y abandono. El azar del nacimiento, la familia, el contexto social: todo influye, todo pesa. Es un juego donde a veces el árbitro favorece al indigno y castiga al que da lo mejor de sí. Es cierto: con esfuerzo muchos logran darle vuelta a la tortilla, mientras otros la desparraman.
El absurdo de la injusticia: si esta vida fuera todo lo que existe, sería un absurdo monumental. Inocentes sufren, malvados prosperan. Niños mueren antes de vivir, personas nobles cargan dolores interminables. Y mientras tanto, corruptos y crueles disfrutan sin pudor, riéndose del mundo y de la justicia que nunca llega para los incrédulos.
Pero ese absurdo no debe paralizarnos. Aunque no elegimos dónde nacemos ni qué cargas llevamos, sí podemos decidir cómo vivir, cómo actuar y a quién tender la mano. Esa es la pequeña parte que controlamos, y quizá la que realmente importa en este misterio llamado vida.
Dar sentido a la existencia: tal vez el sentido no esté en lo que venga después, sino en lo que hacemos aquí. No podemos alterar el azar ni equilibrar la balanza divina o cósmica, pero sí podemos aliviar el sufrimiento de otros: levantar al caído, acompañar al que llora, ser justos cuando todo invita a aprovecharse. Rebelarse ante lo injusto, dar la mano a quien no puede levantarse solo, resistir y denunciar sin desmayo al poder corrupto e indecente.
El universo es inmenso, perfecto y silencioso; sin embargo, dentro de él, cada acto humano puede marcar la diferencia entre el bien y el mal. Así se desafía a la injusticia: no tolerándola, no normalizándola, no resignándose.
Esperanza sin certezas: no pedimos venir, y no nos pedirán permiso para irnos. La vida es desigual, a veces cruel, y en muchos sentidos absurda. Pero mientras dure esta partida, podemos jugar con dignidad. Podemos elegir no permitir que el mal triunfe a nuestro alrededor, no ser indiferentes al dolor ajeno, no dejar que la injusticia se vuelva costumbre.
Si hay algo más allá, nos encontrará con la conciencia tranquila de haber hecho lo correcto. Y si no lo hay, al menos habremos dado sentido a la existencia intentando que la injusticia no definiera nuestro camino. Porque el malvado puede aparentar gozar de sus conquistas, pero lo logrado a base de abuso y crueldad jamás traerá paz.
Al final, el verdadero valor de la vida no está en la suerte que nos tocó al nacer, sino en cómo enfrentamos lo que nos tocó vivir.
Fe, duda y razón: el no creyente suele ser alguien honesto, incluso más lúcido que quienes aceptan dogmas sin pensar. Pero en el fondo, ¿quién no duda? ¿Quién no reserva un rincón para preguntarse si hay algo más? Llámese Dios, justicia cósmica o redentor, cuesta aceptar que el sufrimiento y la desigualdad no tengan una compensación. Un mundo sin otra vida sería un sinsentido al nacer diferentes y con posibilidades dispares ¿Quién reparte las posibilidades y las limitaciones? ¿Por qué lo hace sin referencias de otra vivencia? Se me nubla el cerebro, no me entra tanta contradicción sin un sentido y una razón.
A lo largo de mi vida me encontré con agnósticos y no creyentes que son y fueron mejores personas que muchos que rezan y presumen de fe. Ser creyente no es comulgar ni confesar, sino no necesitar hacerlo. Si ese Dios quisiera, podría habernos hecho perfectos. En cambio, creó seres capaces de pedir perdón a cada instante mientras siguen actuando con maldad, y también buena gente que, aunque peca y daña, lo hace sin querer o sin plena conciencia.
Nadie pidió venir. Nadie pedirá permiso para irse. Tampoco deberían dictarnos cómo vivir cuando las posibilidades no son iguales y no existen reglas comunes con premio o castigo claros. Negar esa contradicción sería aceptar la idiotez como filosofía. Por eso, tiene que haber otra vida: para equilibrar esta. De lo contrario, ser malvado acabaría compensando.
No, no puede ser. Esta vida llama a otra. No sabemos cómo ni en qué forma, pero el sentido común lo grita: todo sol proyecta sombra. Todo tiene su contrario: lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo alto y lo bajo, la verdad y la mentira... La vida conduce a la muerte, y la muerte, de algún modo, lleva a la vida. No cabe otra.
Por fuerza, existen contrapesos. Por razón, existe pensamiento.
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