El Furor: España patrulla la vanidad
España tiene un talento único, mezclar lo noble con lo ridículo con una naturalidad que haría sonreír a Berlanga. Mientras hospitales se desangran, aulas se saturan y presupuestos se ajustan con cinta adhesiva, nuestra Armada despliega el Furor para escoltar a una "flotilla" rumbo a Gaza. Sí, comillas incluidas, porque diminutivo casi infantil describe mejor la escena, un picnic temático que pretende pasar por misión humanitaria.
En cubierta, activistas, influencers y políticos irrelevantes con mucho tiempo libre -entre ellos Ada Colau- transforman su altruismo en un crucero turístico con pancarta y megáfono, posando como héroes de película mientras alguien más asume el coste y el riesgo de sus decisiones. El Furor se convierte en canguro oficial del Mediterráneo, protegiendo que puedan posar para la foto del día sin peligro alguno. Nuestros soldados están allí para cubrir su vanidad, no para salvar hospitales ni zonas de conflicto reales.
La escena es digna de Berlanga. Militares impecables junto a selfiemaníacos con camisetas reivindicativas, móviles en mano y megáfonos a medio gritar. Cada gesto parece coreografiado por un director de comedia, banderas ondeando, hashtags flotando en el aire y selfies que podrían salvar el mundo si fuera virtual. Todo esto a costa de combustible, horas de tripulación y logística que podrían haberse destinado a medicinas para Gaza o ayudas reales.
El absurdo alcanza su máxima expresión en el modus operandi. Reclaman protagonismo y riesgo simbólico, y cuando aparece el peligro de verdad, exigen protección estatal. La coherencia brilla por su ausencia, la hipocresía se exhibe con orgullo. Quienes antaño vetaban presencia militar ahora sonríen ante la escolta que garantiza su "hazaña humanitaria". Un verdadero festival de contradicciones, tragicómico y surrealista, como un sainete costumbrista llevado al mar.
Si de verdad quisieran ayudar, podrían subirse a un barquito con remos y remar hasta Gaza, arriesgando únicamente su propio cuello y no el de militares que tienen familias y vidas que valen mucho más que la visibilidad mediática de unos pocos. Y no se preocupen por los israelíes, que lo último que quieren es tenerlos allí; por desgracia, nos los devolverán inmediatamente, mucho antes de lo deseado...
Fotos, banderas, megáfonos, hashtags... y mientras los gazatíes y los rehenes israelíes sufriendo. Un reality show solidario en alta mar, con riesgo cero para los protagonistas y riesgo real para quienes saben de navegación, defensa y disciplina. El Furor patrulla como si fuera la nave de James Bond, escoltando a una flotilla de mini-Cousteaus que creen que sus costosas vacaciones por el Mediterráneo van a cambiar el mundo. Cada escena parece filmada con cámara lenta: los militares firmes, los influencers ridículos, Colau mirando al horizonte con gesto épico y el Furor flotando como un canguro gigante de metal que custodia la vanidad de todos.
España demuestra otra de sus virtudes, generosidad llevada al paroxismo. Invertimos recursos y ponemos vidas en riesgo no para salvar el mundo, sino para salvar el ego de quienes disfrutan de la solidaridad como hobby. Poco ruido en prensa, mucha imagen en redes y cero autocontrol de los implicados.
Lo que vemos no tiene nada de heroísmo ni de acción humanitaria. Es un crucero financiado por todos los españoles, escoltado por la Armada, donde la nobleza de la causa se disuelve entre selfies, hashtags y teatro de cubierta. España, generosa hasta el absurdo, manda al Furor, impasible y estoico, a patrullar las olas mientras esta panda de ociosos se exhibe como si fueran protagonistas de su propia serie de televisión. Cada gesto recuerda que nuestras prioridades están perfectamente claras: primero el postureo, luego la visibilidad mediática, y si sobra tiempo, un selfie solidario para Instagram, porque nada grita "compromiso internacional" como un filtro y un hashtag bien colocado.
Al final, la verdadera heroicidad no está en la flotilla, ni en el Furor, y mucho menos en los tuiteros solidarios. Está en la paciencia del ciudadano que paga impuestos, contempla el espectáculo y, entre carcajada e indignación, se pregunta cómo logramos ser tan generosos... y tan ridículos a la vez.
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