De capa caída

8 de Octubre del 2025 - Jesús Rodríguez Sendarrubias (Langreo)

A las primeras de cambio, ya hay quienes han querido cortarle las orejas a la tauromaquia desde la comodidad del escaño. Solo ha bastado una Iniciativa Legislativa Popular -dicen que ciudadana, aunque suene a faena de aliño- para intentar dar la puntilla al "blindaje cultural" de las corridas de toros. A toro pasado, se verá si lo suyo era convicción o postureo de salón, pero de momento han salido al ruedo con más volapié que temple.

Lo digo sin ambages: me gustan los toros desde que, con seis años, un tío mío -que fue un importante ganadero asturiano- me llevó a la feria taurina de Begoña. Desde entonces sé lo que es caminar sobre albero, oler el polvo del ruedo y escuchar cómo se encajan los capotes al viento. Esa emoción no se borra.

Es curioso cómo los mismos que se llenan la boca hablando de "diversidad cultural" son los primeros en echar un capote solo a lo que les gusta. Y cuando algo no encaja en su ideario, aprietan las banderillas y van a por uvas. Quieren cambiar de tercio a la fuerza, barrer pa' casa y tapar la boca al pueblo, que lleva siglos entendiendo la vida con un lenguaje que, digan lo que digan, es profundamente taurino. Aquí todo el mundo ha cargado la suerte alguna vez, ha salido por la puerta grande o ha pinchado en hueso. ¿Qué van a prohibir después, las metáforas?

Lo del toreo no es cuestión de gustos, sino de raíces. El toro forma parte de nuestro imaginario, de nuestra lengua, de nuestra forma de mirar el riesgo y la belleza. Cada vez que alguien se arrima al toro, que aguanta la embestida o que sale a hombros después de una vida dura, está repitiendo una verdad muy española: que la vida, como la lidia, exige valor, cabeza y temple. Quienes no entienden eso, no es que sean modernos; es que están fuera de la plaza.

Los nuevos adalides del puritanismo urbano -que no han olido el albero ni en los documentales- creen que el país se arregla cerrando chiqueros y prohibiendo verónicas. Dicen que lo hacen por compasión, pero se les ve el plumero. En realidad, lo que les molesta no es el toro, sino el espejo en el que se refleja una cultura que no controlan. Les gustaría que todos fuéramos novilleros obedientes, que nadie se pusiera el mundo por montera, que el idioma se desangrara poco a poco hasta que no quedara ni una metáfora con solera.

Porque el lenguaje, señores, es la plaza donde se juega el alma de un pueblo. Decir "me ha dado una cornada", "me coge el toro" o "no hay quien me toree" es rendir homenaje a una tradición que ha sabido templar la vida y matar los miedos. No hay tertulia política, mitin o tuit donde no asome un término taurino. Los mismos diputados que ahora toman la alternativa del abolicionismo lo usan sin darse cuenta cada día. Dejan pasar el toro, pierden los papeles o entran a matar. El toreo les vive en la lengua, aunque les pese.

Y es que España, aunque algunos lo olviden, está hecha de esa mezcla de arte, riesgo y sudor que se aprende en el paseíllo de la vida. Desde Gijón hasta Cádiz, de Bilbao a Albacete, ha habido siempre alguien atándose los machos para salir al ruedo sin saber si habrá aplausos o bronca. En Asturias, sin ir más lejos, hubo toreros que se fajaron en serio: Julio "El Gallo de Gijón", José Giraldo "El Maestro Giraldillo", Damián Pastor... hombres que, sin ser figuras de cartel, se ganaron el respeto en cada tarde, con oficio y pundonor. Su recuerdo basta para entender que la devoción taurina también floreció entre el Cantábrico y el carbón.

Pero de eso, claro, no hablan los que ahora quieren llevar el toro al desolladero legislativo. Están más pendientes del qué dirán de Bruselas que de lo que siente su propia gente. Son políticos de faena corta, incapaces de citar de frente al país que dicen defender. En su empeño por parecer sensibles, embisten al revés: contra su cultura, su historia y su idioma. Y lo hacen, además, con la torpeza del que no sabe dar una media verónica sin tropezarse con la muleta.

Quizás sea eso lo que más duele: ver cómo se arrancan los adoquines del ruedo mientras algunos aplauden, convencidos de que así se hacen modernos. Pero no hay modernidad posible sin memoria, ni progreso sin respeto. Y cuando se remata la faena contra uno mismo, el resultado es siempre el mismo: bronca y pañuelo verde.

A fin de cuentas, en esta vida, como en la plaza, quien no sabe templar el miedo acaba en tablas. Y España, por mucho que quieran, no ha nacido para huir del toro, sino para plantarle cara, de frente, en redondo y por derecho.

Porque cuando se trata de nuestra cultura, y con permiso de la autoridad, ciertos son los toros.

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